«A medida que transcurría su segundo año de vida, comencé a sentir que alguien me había cortado el ‘hilo telefónico’ que antes me había comunicado con mi hijo. Llamaba una y otra vez, pero era como si no tuviera línea. Cada vez me era más difícil lograr la relación de persona a persona que antes había tenido cuando el niño era más pequeño”.
Estas reflexiones de una madre particularmente expresiva, acerca de lo que sentía al presentarse el autismo de su hijo, son representativas de un sentimiento muy común entre los padres de niños con autismo. A diferencia de lo que sucede con los familiares de niños con otras dificultades del desarrollo, tales como las que se producen por ejemplo en el Síndrome de Down o en los grandes retrasos por encefalopatías de expresión innata, los padres de autistas sienten con frecuencia que han perdido algo, que hay algo que se les ha ido o que les ha sido robado por la naturaleza, en el desarrollo de sus hijos.
La siguiente historia se encuentra con muy ligeras variantes, una y otra vez, en los informes retrospctivos del primer desarrollo que ofrecen al clínico los padres de niños autistas:
«Los padres indican un desarrollo normal hasta la mitad del segundo año. A la edad crítica de 18 meses, empezaron a inquietarse por la ausencia de lenguaje expresivo y falta de respuesta al receptivo, y por la existencia de rituales. Hasta esa fase el desarrollo había sido aparentemente normal.
El niño fue alimentado mediante lactancia materna durante cinco meses y medio. Su ingesta y sus reflejos de succión eran normales. Adquirió con normalidad los hitos motores, presentando sujeción cefálica estable desde las primeras sema nas, sedestación independiente desde los 7 meses aproximadamente, y ambulación autónoma desde los 14 meses (antes había dado algunos pasitos, pero una caída retuvo brevemente ese desarrollo inicial).
En el plano de las conductas sociales y afectivas, José también era un bebé aparentemente normal. Presentó con toda normalidad las pautas intersubjetivas primarias (sonrisas y otros gestos expresivos de respuesta e incitación social) desde la edad normal de 2-3 meses. Desde los últimos meses del primer año o primeros del segundo, realizaba conductas comunicativas, incluyendo el gesto de señalar para pedir, aunque no es seguro que con funciones ostensivas. Más aún, desarrolló hacia los 12-13 meses algunas palabras referenciales y funcionalmente comunicativas (por ejemplo, «papá”, «pan”) y todo parecía indicar un curso normal de desarrollo.
A los 18 meses, se observaron las primeras manifestaciones de alteración del desarrollo. El niño perdió las palabras que decía anteriormente, y empezó a presentar un patrón de mutismo y ausencia de respuesta a las emisiones lingüísticas de los adultos vinculares. Paulatinamente, dejó de mirar a las personas. Era difícil establecer contacto ocular con él. Evitaba la mirada cuando se intentaba establecer relación visual.
Además presentaba rituales notables, haciendo cada vez más fijos e inflexibles sus juegos y actividades funcionales. Ordenaba sus juguetes una y otra vez, poniéndolos en fila, como si fueran soldados en una formación.
Se oponía a cambios en aspectos nimios del medio: no admitía, por ejemplo, que se le dieran natillas diferentes a las de la marca que se solía emplear en la cena, ni que se utilizara el mismo plato rojo en ésta que se había utilizado en la comida.
A pesar de la elevación obvia de su umbral de sensibilidad y respuesta al lenguaje, era evidente que no era sordo. Así, acudía rápidamente a la TV cuando oía la música de un anuncio que le interesaba. La televisión empezaba a interesarle en exceso. Era imposible darle de comer si no era delante del televisor”.
Desde hace unos años, me he sentido fascinado por la incógnita de este esquema, que reviven una y otra vez familias que solicitan un diagnóstico diferencial de un niño pequeño con las marcas obvias del autismo. Al principio, un desarrollo aparentemente normal, luego una paulatina «separación”, hasta alcanzar una cerrada soledad, un patrón inflexible de pautas de conducta y de percepción del mundo, una seria dificultad para desarrollar las capacidades semióticas (de comunicación, símbolos y lenguaje) que sitúan a los niños pequeños «en el interior” del mundo de las personas; en las redes interpersonales que dan sentido y dirección a las relaciones. ¿Por qué y cómo se «cierra” de forma tan evidente, en el segundo año, el mundo de un niño que parecía normal en el primero? ¿Qué significado tiene ese proceso? ¿Hasta qué punto puede ayudarnos a comprender la naturaleza del autismo?
El primer paso para responder a estas preguntas consiste en definir con claridad el esquema, el patrón prototípico por el que se define el desarrollo del autismo. Y, antes que eso, en justificar que efectivamente existe un patrón prototípico; es decir, que el modo de aparición y las primera manifestaciones del autismo de Kanner no son fenómenos con una miscelánea diversidad, tal que sea imposible reconocer en ellos patrones comunes, típicos o muy frecuentes.
¿Existe, cuando menos, un patrón prototípico, un esquema en los informes retrospectivos que dan las familias acerca de sus hijos? Para responder a esta pregunta, se realizó un estudio sobre los informes retrospectivos proporcionados por 100 familias de niños autistas. Para asegurar que la muestra fuese adecuada, se exigieron condiciones muy precisas: en primer lugar, todos los niños de la muestra tenían q ue presentar autismo, con arreglo a la definición de la DSM-III-R (que era la vigente en el momento de realización del estudio). Además, el diagnóstico de autismo tenía que estar confirmado, de forma inequívoca, por dos profesionales independientes. Por otra parte, se exigía que fueran los padres (y no otros miembros de la familia, u otras personas) los que informaran, retrospectivamente, del desarrollo inicial de sus hijos. Estos eran 79 varones y 21 niñas, definiendo una ratio de 3,76/1, que es común en los estudios sobre autismo, con muestras amplias. Tenían una edad cronológica media, en el momento de recogida de los datos, de 7;3 años, y una edad mental media de 3;1 años. Los cocientes de desarrollo eran inferiores a 40 en el 64%, de 40 a 70 en el 28%, y superiores a 79 sólo en el 8% de los casos (no había ninguna niña con cociente superior a 70).
En 25 de los 100 casos analizados, los padres habían tenido en el primer año alguna preocupación con respecto al desarrollo de sus hijos, al observar en ellos pasividad, ausencia de comunicación, falta de respuestas expresivas a los intentos de interacción, o estereotipias. Sólo tres familias se habían preocupado antes de que los bebés alcanzaran los 6 meses. La mayoría de los padres- cincuenta y siete de los cien- se habían preocupado en el segundo año de vida, al observar falta de respuesta a las llamadas y el lenguaje, falta de desarrollo del lenguaje y desconexión. Por último, 18 familias se habían preocupado después del segundo año, sobre todo entr e los 24 y los 30 meses (11 familias). Cuatro familias se habían preocupado entre los 30 y 36 meses, y tres, cuyas preocupaciones fueron muy tardías, entre los 36 y 42, a pesar de que sus hijos presentaban obviamente un trastorno autista.
Es interesante resumir algunos datos adicionales de la investigación mencionada, porque ofrecen pistas importantes acerca del primer desarrollo del autismo. Hay un dato muy significativo: aunque la mayoría de las familias se habían preocupado por el desarrollo de sus hijos a los 18 meses de edad de éstos o después, sus informes retrospectivos indicaban que el 97% de los niños autistas no producían a la edad adecuada conductas de comunicación intencionada para compartir experiencias (protodeclarativos), y el 95% indicaban que no producían tampoco comunicación para pedir (protoimperativos). Recordemos que estas pautas de comunicación intencionada definen el desarrollo de la llamada fase ilocutiva en el desarrollo normal del niño, que se extiende entre los 9 y los 18 mese s de edad. Por consiguiente, antes de los 18 meses había algo importante a destacar en la conducta de los niños que luego desarrollarían un cuadro evidente de autismo, aunque ese «algo” no había preocupado en aquel momento del desarrollo. Nos referimos a la ausencia de pautas de comunicación intencional en la fase ilocutiva (9-18 meses) del desarrollo.
Otro dato importante era que la mayoría de los padres (el 67% )indicaban que sus hijos habían sido muy tranquilos en su primer año de vida. Aunque insistían, en prácticamente todos los casos, en que se trataba de una «tranquilidad normal”, y no de una «pasividad patológica”, es probable que esta característica que se retrotraía en la gran mayoría de los casos hasta la llamada fase perlocutiva del desarrollo (que abarca los primeros 8 meses de vida), reflejara la propensión de los bebés a presentar pautas limitadas, disminuidas en frecuencia o en “intensidad expresiva”, de expresión de sus emociones y motivos. Frases como «era el que menos lloraba de los hermanos”, «no había que preocuparse de él constantemente, como pasaba con su hermano”, o «era el mejor de todos mis hijos; el que menos guerra daba de pequeño”, eran bastante frecuentes en las narraciones de los padres.
Hay dos resultados más de este est udio que merecen destacarse: en primer lugar, el hecho de que no existiera una correlación significativa entre el comienzo de las primeras alarmas de los padres y el nivel de desarrollo mental presentado posteriormente por sus hijos con autismo. Parece q ue el momento en que aparece el autismo no covaría, en ningún sentido, con el grado de retraso al que luego se asocia el cuadro (recordemos que los niveles de retraso eran importantes en la muestra de esta investigación). En segundo lugar, no había diferencias entre los niños con autismo que eran primogénitos o hijos únicos y los otros en cuanto a la edad en que se detectaban los primeros síntomas por los padres. Este dato es importante, porque sugiere indirectamene que los síntomas del autismo inicialmente percibidos por los padres son suficientemente claros como para que los padres primerizos tomen conciencia de ellos en los mismos momentos del desarrollo en que los perciben los padres más expertos.
El patrón normativo de desarrollo que ofrece el estud io que acabamos de mencionar (al menos, el patrón que está en las mentes y los recuerdos de los padres) es bastante claro. Se define por: (1)Una normalidad aparente en los ocho o nueve primeros meses de desarrollo, acompañada muy frecuentemente de una característica «tranquilidad expresiva”, que es vivida por los padres como un rasgo temperamental del niño, y no como una muestra de alteración de su desarrollo; (2) ausencia (frecuentemente no percibida como tal)de conductas de comunicación intencionada, tanto para pedir como para declarar, en la fase elocutiva del desarrollo, entre el noveno y el décimo séptimo mes, con un aumento paulatino de un patrón de pérdida de intersubjetividad, iniciativa de relación, respuestas al lenguaje y conductas de relación, y (3) finalmente, una clara manifestación de alteración cualitativa del desarrollo, que suele coincidir precisamente con el comienzo de la llamada “fase locutiva” del desarrollo, caracterizada por cambios revolucionarios, a los que luego nos referiremos, en el desarrollo mental y comportamental del niño. En esta fase, resulta ya evidente un patrón de desaferentización, limitación o ausencia de lenguaje, sordera aparentemente paradójica, ritualización creciente de la actividad, oposición a cambios ambientales y ausencia de competencias intersubjetivas y de ficción.
¿Hasta qué punto es específico ese esquema que se define a través de los informes «a posteriori” que nos dan los padres acerca del primer desarrollo de sus hijos con autismo? Para investigar esa pregunta se realizó un segundo estudio, con el que se continuaba la investigación anterior, al tiempo que se precisaban algunos de sus resultados. En este estudio, se compararon los informes retrospectivos dados por 83 familias con niños a los que se habí a diagnosticado autismo con los proporcionados por 46 familias cuyos hijos habían recibido el diagnóstico de retraso del desarrollo con rasgos autistas, y los dados por 66 familias de niños de la misma edad con desarrollo normal. Para controlar la posible influencia del retraso, se igualaron en cociente de desarrollo las muestras de niños con retraso del desarrollo y espectro autista, por una parte, y de autismo asociado a retraso por otra. El CD medio de la primera muestra era 56, y el de la segunda 58 (la diferencia no era estadísticamente significativa). También se igualaron las edades cronológicas, cuyas medias eran respectivamente 6;7 y 6;3. la ratio de varones -niñas era de 3.36/1 en la muestra de niños autistas, 3/1 en la de niños con retraso y espectro autista, y 2,88/1 en la de niños con desarrollo normal (en éstos se seleccionó así a propósito la muestra, para acercar su composición a las otras).
En el cuadro 1, se presentan en términos de porcentajes, los datos obtenidos en esta investigación y tomados de los informes retrospectivos proporcionados por los padres de niños con autismo, con retraso y espectro autista y normales. Se analizaron, en esta investigación, las diferencias existentes entre las tres muestras en cuanto a la percepción de l os padres sobre la normalidad del desarrollo en el primer año, en la existencia o no de retraso motor, en la presencia de alteración social en el primer año (tal como podía reconstruirse por los informes familiares), en la existencia o no de sospechas de sordera, en «tranquilidad” o «pasividad expresiva” del primer año, en conductas comunicativas, en anomalías médicas y neurobiológicas, en trastornos del parto y en aspecto neonatal. En la parte inferior del cuadro 1, se presentan las diferencias que alcanzaban significación estadística entre los niños con autismo y los niños con retraso, por una parte, y los niños normales y los niños con autismo por otra.