Soy madre de dos hijos, Javier y Marta, de 8 y 6 años respectivamente. Javier es autista, y responsable directo de esta ponencia, difícil porque mi hijo, como todos nosotros, tiene su intimidad y yo voy a hacerla pública, y entrañable porque me enternece tener la oportunidad de exponer mi experiencia como madre de un niño autista, dando a conocer así como ese hecho ha enriquecido tanto mi vida como la suya.
Soy médico en un Centro de Salud, y voy a exponer «a propósito de un caso” (el de mi hijo), mis conocimientos, experiencia, necesidades, vivencias y metas a lo largo de esos ocho años y pico de vivir con su autismo. Quisiera aportar algo más que una simple exposición, y espero alcanzar los siguientes objetivos:
- Informar de cómo se vive la evolución de un niño con autismo desde dentro de su entorno familiar, bajo un punto de vista subjetivo, contándoles la historia de Javier.
- Exponer la complejidad del enorme cambio que este hecho introdujo en su vida, en la mía, y en las de quienes nos rodean, basándome en mi experiencia y en mi relación con otros padres en la misma situación.
- Convencerles y transmitirles todo lo que un niño autista puede aportar a las vidas de los que le rodean, si se tiene la humildad y la actitud necesaria para aceptar aquello que nos ofrecen.
- Motivar a quienes lean esto, para que lleven a cabo todas y cuantas acciones puedan conducir a una mejora de la calidad de vida de niños como Javier, por muy utópicas, ridiculas o disparatadas que puedan parecer, aprendiendo a caminar junto a ellos, sin adelanta rnos ni dejarlos atrás, comprobando que al hacerlo así nuestra propia calidad de vida mejora tanto o más que la suya.
Javier fue un hijo totalmente deseado. Doy este dato para recordar que hoy día la mayor parte de los investigadores y de los clínicos han abandonado el mito de la «madre inadecuada” como fuente del autismo, y es importante mencionarlo ante la simple posibilidad de que uno sólo de los lectores aún lo crea. Por suerte, nunca me he sentido responsable ni «culpable” de que mi hijo sea autista, pero si queda aunque sólo sea una madre con esos sentimientos, debe empezar descartando todo rastro de los mismos, o lo que lea a continuación carecerá de sentido.
La historia de Javier comienza el 31 de Agosto de 1991, cuando t ras un embarazo plenamente disfrutado y controlado, me estrené como madre con el parto ejemplar de un bebé de 52 cm. y 3.300 gr. Abrió los ojos antes de que le cortaran el cordón umbilical, y me miró; desde ese instante se estableció entre nosotros un lazo mucho más fuerte que el lazo físico que hasta entonces nos unía, y que no ha llegado a romperse jamás. A los dos días estábamos en casa felices, contentos, y totalmente ignorantes de lo que vendría al cabo de poco tiempo.
Los primeros 18 meses de Javier fueron total y absolutamente normales aunque hoy recuerdo detalles significativos que en su día no me lo parecieron; por ejemplo, a los 8 meses de edad, se pasó toda una tarde tumbado en su parque, boca arriba, diciendo «papapapapa” y «mamamamama” y puedo probarlo porque lo grabé en vídeo, pero de no ser así, posiblemente hubiera pensado que había sufrido alucinaciones, ya que pasaron más de cinco años hasta que volví a escuchar «hablar” a mi hijo.
¿Qué quiero decir con esto? Pues que intenten ponerse en la piel de una madre feliz, con un hijo aparentemente normal hasta entonces, que empieza a sentir que algo se le escapa. No es que mi lazo de unión con Javier se rompiera; era como si por mucho que tirase de ese lazo, no consi guiera llegar al extremo donde estaba él. Me parecía estar caminando por una de esas cintas rodantes para hacer ejercicio: seguía teniendo el camino firme bajo mis pies, pero no me llevaba a ningún sitio.
A partir del año y medio empecé a pensar que a Javier le pasaba algo. Era «demasiado” tranquilo, pasaba mucho tiempo moviendo los deditos de las manos, sin apartar la vista de ellos, no miraba cuando le llamaba, ni echaba los brazos para que lo cogiese, lloraba sin motivo aparente… Por otro lado en l as revisiones del pediatra no salía muy mal parado: era un poco «flojo” y siempre llevaba algo de retraso en el desarrollo, pero levantó la cabeza, se dio la vuelta en la cuna, se sentó, etc, etc, cuando le tocaba hacerlo, e incluso empezó a andar con 13 meses, porque curiosamente se saltó la etapa del gateo. Yo decía que iba con el horario de Canarias (con una «hora” de retraso), pero no todos los niños son «super-boys” ¿o no?
Con esta frase aparentemente jocosa quiero llamar la atención sobre algo que resulta, por contraste, totalmente dramático y estremecedor para quienes lo hemos tenido que vivir. Me refiero a los giros emocionales y de estado de ánimo por los que se pasa desde que se empieza a notar «algo”, hasta asumir y aceptar que tu hijo es autista. Es un tiovivo emocional, personal y familiar en el que la vida nos sube sin pedir permiso, y sin importar que estemos o no preparados para lo que se nos viene encima. He intentado representar de algún modo en la figura 1 las etapas por las que se pasa, aunque la cosa no es tan sencilla. Se puede saltar de un estado emocional a otro con o sin causa aparente, o cada miembro de la familia puede estar en una isla diferente en un momento dado, o estar empezando a supe rar el problema y que llegue alguien y te «machaque” la moral, o que cada persona del entorno del niño acepte o no el autismo y lo asuma de mil formas diferentes. No obstante, intentaré explicar este complejo proceso basándome tanto en mi experiencia personal como en la literatura consultada.
Mi primera etapa con Javier fue esa «luna de miel” de 18 meses de absoluta normalidad hasta que de modo insidioso empecé a notar pequeñas diferencias entre su comportamiento y el de otros bebés de su edad. Este momento coincidió en mi caso con los meses finales de un nuevo y deseado embarazo (Javier y Marta se llevan 22 meses), y yo misma me negaba mis sospechas. ¿Cómo iba a tener algo mi niño, con esa cara de listo? Por otro lado … ¿por qué «pasaba” tanto de mí, siendo tan pequeño?
Figura 1. Etapas emocionales hasta asumir el autismo.
Cuando me enfrenté a esos pequeños «avisos” de que algo en la evolución de Javier no marchaba como debía ser, vino la «inmovilización”. Me quedé quieta, como si al hacer algo convirtiera en un problema real lo que hasta entonces eran unos vagos temores. Alternaba esos momentos con otros
en los que mi defensa era “minimizar” el problema; pensaba que eran exageraciones mías, que estaría más “hipersensible” debido al nuevo embarazo, o que el niño simplemente era de carácter tranquil o e independiente. No obstante, fui abriendo los ojos a las estereotipias de Javier, a su aparente “sordera” a su “autosuficiencia” (¡o eso pensaba yo!) tan extraña y atípica en un bebé tan pequeño, que parecía no necesitarme como otros hijos a sus madres. Por otro lado, era un consuelo escuchar de personas cercanas frases como “hay que ver que bueno es”, “este niño se divierte solo”, “es un poco flojillo, pero ‘fulanito’ empezó a hablar bien mayor y fíjate como está ahora”… A estasl alturas comprenderán que escuchaba esos comentarios deseando con todas mis fuerzas dejarme convencer de que eran ciertos.
Llegado este punto mi experiencia personal fue algo atípica, y ahora me explico: mientras los demás entraban en una depresión más o menos manifiesta y confesada, a mí me crecían las ganas de luchar a la vez que la barriga (¿se acuerdan de que estaba embarazada?). Vi claramente que Javier me necesitaba más, o mejor dicho, de un modo más especial, que la criatura que estaba por venir, de modo que cuando nació Marta aproveché para llevar a cabo una especie de “Vía Crucis” (léase, peregrinaje por muchos y variados entornos médicos y paramédicos, pero esta vez no como profesional, sino como usuaria y madre de usuario). Paralelamente tuve la suerte de contar c on 4 meses de baja maternal, una señora trabajando en casa de toda confianza (desde antes de nacer Javier, hasta hoy día en que sigue con nosotros), una hermana soltera y unos “abuelos” que habían venido a Marbella para ayudar en lo que hiciera falta.
¿Y saben lo que pasó? ¡Sorpresa!: yo que tenía todo el tiempo, libros, juguetes educativos, materiales diversos, y ganas de trabajar con Javier, con la única obligación en esa fecha de darle el pecho a Marta, me pongo a la tarea con todas mis fuerzas, y ¿qué me encuentro?: pues que no logro llegar a él. Quería darle las cosas que le tenía preparadas, necesitaba ofrecerle mis conocimientos, volcar sobre él mi apoyo, empaparle de todo mi amor . pero mi problema no era la falta de “agua” (por seguir con la metáfora); el problema era que aunque yo estuviera echándole encima cubos y cubos, él tenía abierto un paraguas, su condición autista, que le hacía impermeable a todos mis esfuerzos por mojarlo. ¡Qué batacazo me di! La primera lección que aprendí de mi hijo, fue tener un poco de humildad; de nada me sirvió ser tan autosuficiente y tenerlo todo tan previsto; tuve que reconocer que confié demasiado en mis capacidades, y me fijé demasiado poco en sus necesidades: ¿lo ven? A veces el problema está en que querem os “entrarles” demasiado en lugar de adoptar una actitud más receptiva y darles la oportunidad de que sean ellos los que “nos entren” a nosotros. No es que no tengan nada que decir, sino que a veces nosotros somos un poco sordos y ciegos a lo que intentan decirnos.
La fase de comprobación hace referencia al proceso seguido hasta llegar al diagnóstico, y la mencionaré brevemente más adelante.
Respecto al significado que cada persona le otorga a tener un hijo con autismo, solo puedo referir aquí mi vivencia, ya que es algo sumamente personal. Y lo mismo vale para explicar como cada cuál interioriza y asume los hechos, y los incorpora a su vida cotidiana. La figura 2 resume bastante bien lo que siento: es una transparencia que Salvador Repeto expuso en u nas jornadas sobre autismo en Málaga en Marzo de 1995, para explicar que hay que atender a los padres como afectados, y captarlo y capacitarlos como educadores (yo siempre me he sentido identificada con lo segundo).
Me es difícil recordar con objetividad mis sentimientos de entonces, y mucho más difícil intentar plasmarlos aquí, pero si la memoria no me falla, el sentimiento que prevalecía en mí era de IMPOTENCIA y de total y absoluta frustración. Sentía una enorme tristeza cuando veía la facilidad con q ue alimentaba a Marta, mientras fracasaba, o así lo pensaba yo, en cubrir las necesidades de Javier por no saber cómo hacerlo, que no por falta de ganas. ¿Van comprendiendo ahora lo del tiovivo? Y encima vigilando a Marta con el rabillo del ojo, no fuera a ser que también … (porque para acabar de completar el cuadro familiar, mi marido tiene un hijo mayor de un matrimonio anterior, que tiene un retraso madurativo leve y que vive con nosotros. Eso en mi caso era un problema añadido, no por Jorge, que así se llama el chaval, sino por tener que escuchar cosas del tipo de «sí, sí, consuélate con la niña, que ya llegará el momento en que siga el mismo ‘camino’ que sus hermanos; a su edad, también Jorge y Javier estaban igual de bien”). La parte positiva es qu e desde entonces hasta hoy, la palabra «aburrimiento” desapareció de mi diccionario para siempre. Estuve cerca, muy cerca, de tirar la toalla en esos meses, hasta que decidí que perder el tiempo en autocompadecerme no iba a ayudarlos ni a Javier ni a mí ni a Marta. Volvía a «ponerme las pilas” y empecé a recorrer con mi hijo el camino que hoy me ha traído hasta aquí.
Figura 2
Hasta volver a escalar la cumbre de «normalidad” donde empezó la figura I, estuve yendo y viniendo un tiempo por todas las etapas mencionadas. Me deprimí («¡Dios mío, lo que me ha caído encima!”), lo negué («estoy tonta; ¡cómo va a pasarme esto a mí!), me rebelé («¡no hay drecho! ¡No me merezco una cosa así!”), me sentí impotente («¿y cómo ayudo a mi hijo, que al fin y al cabo es lo que me importa?”), e incluso, por qué no decirlo, tuve momentos de euforia en los que yo sola me daba «autoapoyo moral” («nena, tu vales mucho y esto no va a poder contigo”). Quiero desde aquí mostrar mi solidaridad a todos los padres que estén empezando: os prometo que hay luz al final del túnel.
A juzgar por las vueltas que yo di, la mayoría de los padres deben sentirse abrumados hasta que obtienen un diagnóstico (si tienen suerte), porque el autismo puede ser muy difícil de diagnosticar. Creo que hay que partir de dos premisas:
- Difícilmente se diagnostica aquello en lo que no se piensa.
- Hasta el camino más largo, empieza por un paso.
Hoy por hoy no tenemos un marcador específico del autismo, no hay análisis que nos den una certeza, no existe para eso un diagnóstico prenatal. El diagnóstico de autismo se alcanza un poco por exclusión, es un diagnóstico clínico, puesto que no existe ningún marcador biológico o físico exclusivo del cuadro. Para complicar aún más las cosas, un alto porcentaje de niños tienen retraso mental asociado, pueden presentar crisis convulsivas con más frecuencia que los niños normales, o pueden tener asociadas otras patologías. A Javier le hicieron los potenciales evocados auditivos porque yo insistí ( y desde luego no es sordo, claro); también uno de los especialistas que consulté cuando cumplió los dos años, y al que le pregunté si el niño sería autista, me dijo rotundamente que no. De hecho, hasta que Javier no tuvo 3 años, estuvimos un año entero con el diagnóstico de «encefalopatía de probable etiología prenatal (a descartar aminoacidopatía). Retraso madurativo secundario con conducta psicótica”. Lo que a mí me salvó fue que nunca, bajo ningún concepto, he ocultado a mi hijo ni a su autismo, sino que por el contrario me he ido desahogando y comentando cualquier avance, por pequeño que fuera, con todo el que se me ponía por delante. Eso me hizo entrar en contacto casual con Carmen Martín Rodríguez, una psicóloga que cambió mi vida, y no es una frase hecha. Valoró a Javier en Julio de 1.994 y me dijo que para ella era un caso claro de autismo infantil. Tuvo además una feliz y acertada intervención, y me dio la dirección y el teléfono de l a Asociación de Padres de Niños Autistas de Madrid para que me pusiera en contacto con ellos, diciéndome que allí estaban los mejores profesionales en autismo. Lo hice así y acudí a ApNA en Madrid, donde Angel Riviere confirmó el diagnóstico de Carmen: «autismo con retraso mental asociado”.
En un plano práctico, yo empecé por el pediatra. De ahí al neurólogo, y paso a paso (¡no nos agobiemos; eso no nos va a ayudar!), analítica (ojo, no fuera a ser una metabolopatía), EEG, TAC craneal (no está de más de scartar procesos intracraneales), paseo por genética (cariotipo, y, en mi caso, descartar el síndrome del cromosoma X -frágil con vistas al futuro de Marta), etc, etc. Soy médico y necesitaba certezas científicas y todos los datos que pudiera obtener, para bien o para mal, que me permitieran ver el cuadro clínico de mi hijo con todas sus perspectivas y posibilidades.
No quiero ser cruel, pero en este punto necesito honestamente dejar bien clara una cosa, sobre todo para los padres que empiezan: el autism o NO TIENE CURA. Engañarnos pensando que se pasará, que desaparecerá, sólo sirve para aumentar una carga que ya es de por sí lo suficientemente pesada y dolorosa. Tampoco quedarnos quietos nos va a ayudar. Si nuestro hijo es autista, ese hecho se va a ir «colando” en nuestra vidas queramos o no como la niebla de Londres: nos rodeará de un modo totalmente insidioso y sutil; no podremos precisar de dónde viene, pero estaremos inmersos en ello; es igual que demos manotazos a diestro y siniestro: no lo vamos a apartar y sólo conseguiremos agotarnos inútilmente con el esfuerzo. Pero es posible mejorar la calidad de vida del autista y de los que le rodean si se hacen las cosas bien. Existen hoy en día profesionales y recursos excelentes que pueden, y valga la redundancia, ayudarnos a ayudar a nuestros hijos.
Vamos a ver: ¿necesitamos conocer el funcionamiento de la musculatura de la vejiga para enseñar a un niño normal el control de esfínteres? ¿No aprendemos que el televisor se enciende apretando un botón, aunque no sepamos el motivo de las posibles averías? ¿Hace falta saber por qué un niño no habla o no se comunica, para enseñarle a hablar o a comunicarse? Admito que esta es una formulación demasiado simplista, y que si tenemos un conocimiento etiológico y fisiopatológico de lo que ocurre, pues mejor que mejor. Pero no se trata de complicarnos la vida, sino de facilitársela a nuestro hijo. Repito: no nos agobiemos, no queramos cubrir a la vez todos los frentes, si no somos capaces de ello. Yo tardé tres años en llegar al diagnóstico correcto pese a mi profesión, pero desde que Javier cumplió los dos años, empecé a llevarlo a estimulación precoz, y a formarme yo misma para trabajar con él. Iba un poco despistadilla, cierto es, pero mientras le ponía e l apellido al niño, no estaba de más trabajar el contacto visual, ensayar y aprender técnicas para estimular y atraer su atención, enseñarle a permanecer sentado, las primeras nociones básicas para modificar conductas (eso para mí tanto como para él), etc.
Tal vez algunos padres quieran saber cosas más específicas, más tangibles, y a ellos les dedico esta cronología de la evolución cotidiana y palpable de un niño concreto, que es un personaje real, de la vida misma, no un «producto teórico” ni un «prototipo autista” sacado de los libros. Mi aportación aquí trata de las diferencias entre la biografía de Javier y la de otros muchos niños sin autismo.
La primera «profesora” o «terapeuta” o «sufridora” (eso sobre todo) de Javier, fue Alexandra, una profesional de ASPANDEM, que es un centro de educación especial donde empecé a llevarle con 2 años recién cumplidos. Tengo que hacer de ella una especial mención, porque le tocó la parte más ingrata de mi hijo. Puso todo su empeño, su cariño y su buen hacer profesional en trabajar lo que entonces eran las habilidades básicas de lograr que Javier estableciera el contacto visual y una mínima atención. Fueron meses de trabajo muy duro, porque no es nada gratificante estar sesiones y sesiones para lograr «simplemente” que un niño te mire a los ojos, permanezca sentado y no se autolesione, sin recoger en apariencia ningún otro fruto de tantas y tantas horas de esfuerzo.
Si por lo dicho hasta aquí da la impresión de que Javier «no estaba ta n mal” como otros, o si alguien piensa que a mí me tocó un hijo con un autismo «leve” (por decirlo así) se equivoca. Mi caso no es ni más ni menos «suave” que el de muchas otras madres o padres. Con dos años, mi hijo no decía absolutamente nada, no miraba a los ojos, no atendía, tenía estereotipias de todas clases y colores, no controlaba esfínteres, no se comunicaba ni siquiera con pautas no verbales, comía fatal, sólo cosas muy concretas, y todo pasado con la batidora, y, lo peor de todo, tenía unas rab ietas terribles, acompañadas de AUTOAGRESlONES severas, que en ese momento eran para mí la primera prioridad a resolver.
Desde entonces hasta hoy, una constante en mi vida ha sido hacer «educación para la salud” a todos cuantos forman el entorno de Javie r, y ahora lo explico. Otro profesional de ASPANDEM, Manuel, me dio la primera «pista” importante para conseguir una comunicación más eficaz: sin darnos cuenta estábamos reforzando las rabietas de Javier, al no entender que era algo que le había funcionado para «comunicarse” con nosotros. Me dijo que cuando Javier empezara con una rabieta, le metiera en el parque, lo inmovilizara sujetándole las manos contra la colchoneta para que no se pudiera pegar, y esperara todo el tiempo necesario sin mirarle, sin h ablarle, y sin cantarle, hasta que se calmara. Eso supuso dos o tres semanas en que las rabietas AUMENTARON y se INTENSIFICARON, pero no nos cogió de sorpresa: al fin y al cabo, desde el punto de vista de Javier, lo lógico era insistir en la conducta que hasta entonces había logrado que todos nos fijásemos en él. Y eso mismo había que hacerlo en todas partes y todas las personas. No valía que yo lo hiciera así, y que luego la abuela le cogiera en brazos y le cantara si el niño hacía ademán de empezar a pegarse. Cuento este detalle por dos motivos:
- Al principio es difícil cambiar nuestras propias conductas y las de los demás y hacerlas más adecuadas, pero poco a poco esos hábitos se automatizan, y todo marcha mejor. Es como empezar a conducir recién sacado el carnet: nos puede dar una crisis de pánico al pensar que tenemos que pisar el embrague, meter la velocidad, poner el intermitente, soltar embrague y pisar el acelerador a la vez, y mover el volante para salir, pero cuando llevamos un tiempo conduci endo, no sólo hacemos eso, sino que además escuchamos la radio, hablamos con los pasajeros, nos fijamos en el paisaje, insultamos a otros conductores (eso algunos, ¿eh?), etc.
- Es importante priorizar y fijarnos metas que sean alcanzables. Yo empecé por ahí porque lo que menos me preocupaba entonces era que Javier no controlara esfínteres, o que tuviera que pasarle la comida para que se la tomara. Mi preocupación era que no se diera puñetazos en la cabeza y en la cara, y estar atenta a cualquier intento co municativo apenas se insinuara. Si de entrada nos ponemos unos objetivos poco realistas por su excesiva dificultad, nos desmoralizaremos al ver que no los alcanzamos. De ahí la importancia de evaluar periódicamente la situación para irnos adaptando a las posibilidades y no caer tampoco en la tentación de «dormirnos en los laureles”. Mi vida con Javier es toda una aventura de autoestimulación que hace que día a día tenga que «inventarme” cosas para trabajar y jugar con él.
Al poco tiempo de empezar con Alexandra en ASPANDEM, Carmen me llamó y me dijo que cuando empezara el curso escolar iba a intentar trabajar con Javier tres veces por semana en sesiones de 45 minutos en el centro escolar «Juan Ramón Jiménez”, con lo cual cubríamos un doble objetivo: aumentar el tiempo de Javier dedicado a estimulación precoz, y empezar a familiarizarlo con el lugar, pues ese sería su colegio al año siguiente. Afortunadamente pudo hacerse así, pues no siempre hay plazas para todos los niños que las necesitan (lamento esta «alusión” a las deficiencias del sistema educativo, pero por desgracia es así, y debemos reinvindicar mejoras para nuestros niños). Ahí empecé mi carrera paralela como «funcionaria pirata de Correos”, llevando y trayendo información entre Carmen, Alexan dra, y otros personajes de la vida de Javier, que fueron al principio sus cuidadoras de la guardería, y más tarde todos cuantos han trabajado y trabajan con Javier ayudándome a hacer de él un niño mejor y más feliz.
En la guardería Javier estuvo dos años, hasta que empezó el Colegio. Cuando fui a ver si tenían plaza, expuse claramente la situación. Le conté a Ana, la directora, que mi problema no era «aparcar” al niño, puesto que yo tenía en casa una señora trabajando de 8 a 3 de la tarde, que además te ndría que ir andando, y llevando a Marta en el cochecito, para que Javier estuviera en la guardería tres horas, de 10 a 1. Le dije que lo que quería era que Javi se relacionara en la medida de lo posible con niños de su edad, pero que eso no sería factible sin la colaboración del personal, pues si lo dejaban a su aire pasaría horas mirándose las manos, o pasándolas arriba y abajo por la pared. Les advertí además que podían encontrarse con un niño que de golpe podía coger una rabieta y empezar a darse porrazos, y que encima, en ese caso, debían seguir unas normas de comportamiento que no eran, desde luego, las normales con otros niños. Pero eran buenas personas y admitieron a Javier. De hecho, al principio, Isabel fue un día a «espiar” y las vio paseándol o en el tobogán pese a que Javier se resistía y no parecía en absoluto entusiasmado.
A los 4 años Javier empezó su andadura escolar en un centro normal (donde va también Marta), pero en el aula específica. Trabaja con Pilar, Amalia e Isabel (profesora, logopeda y cuidadora respectivamente) con las que comparto la educación de mi hijo, además de la asistencia a algunas Jornadas en estos años. Siguió, y sigue, trabajando en ASPANDEM, aunque no con Alexandra (que lo dejó cuando tuvo gemelos), sino con Rosa, y luego con
Belén. Yo seguí (y sigo) de «enlace” llevando y trayendo informes de todos para todos, incluidos los que desde entonces me da Angel Riviere cada vez que viajo a Madrid para la revisión de Javier. Quiero defender aquí el movimiento asociativo, pues como ya comprenderán, después de mi primera visita a APNA en Madrid, nos hicimos socios de ella, y personalmente cada vez estoy más satisfecha. Que yo sepa, no hay asociaciones de «encefalopatías de probable etiología prenatal…”, y cuando Angel Riv iere me dio el diagnóstico de autismo, aún siendo consciente de la magnitud de su significado, representó para mí un alivio saber que había asociaciones de autismo, y personas con una problemática similar a la mía. No olvidemos que los seres humanos somos gregarios, y para mí APNA ha sido un antídoto contra la angustiosa sensación de soledad y desamparo iniciales, además de permitirme ampliar de muchas maneras muchos conocimientos sobre autismo, facilitándome así cuidar mejor de mi hijo y atender más efica zmente a sus necesidades.
Paralelamente a la escolarización oficial, Javier lleva más de tres años trabajando con Sara, una fonoaudióloga que viene a casa dos veces por semana, que fue la «artista” que le hizo masticar y aceptar nuevos sabores. Tiene unos sistemas de trabajo enormemente prácticos, creativos, y sobre todo eficaces. Además, al trabajar con Javier la masticación, mejorábamos el funcionamiento de estructuras anatómicas necesarias para la fonación y para la articulación de sonidos. Empezó vi niendo una hora a la semana, pero desde hace más de un año lo ampliamos a dos horas semanales, porque en una de las revisiones Angel nos dijo que Javier necesitaba más marcha, y la verdad es que el niño lo pide y lo agradece.
En enero de 1999, en vista de que Javier ya tenía un peso más normal (siempre había tenido un percentil de peso vergonzosamente bajo), y masticaba y aceptaba más clases de alimentos, le cayó encima la última «idea brillante de mamá”, que fue ni más ni menos que la dieta. Quiero dedic arle una atención especial, porque aunque no cura el autismo, ni produce mejoras en todos los autistas, a mi hijo y a mí nos ha supuesto una verdadera «revolución”. A través de APNA (una ventaja de pertenecer a la Asociación es que me permite estar informada aunque viva en Marbella) supe que se iba a celebrar en Barcelona el 5° Congreso Internacional de Autismo, los días 3 a 5 de Mayo de 1996. Acudí a dicho congreso, y allí escuché al Dr. Shattock hablar de la posible influencia del gluten y de la caseín a sobre ciertos aspectos del autismo, pero en esas fechas me sonaba a ciencia ficción cualquier tipo de intervención dietética con Javier. Como ya he dicho varias veces, siempre he intentado priorizar mis necesidades y las de mi hijo, y en 1996 Javier no masticaba y comía alimentos muy concretos, además de tener bajo peso, de modo que guardé esa información en el archivo . hasta Enero del 99. En Noviembre del 98 se llevaron a cabo en Madrid unas Jornadas de Cerebro y Autismo, donde uno de los ponentes era el Dr. Shattock. Me puse en contacto con él por fax, y tuvo la amabilidad de llevarme a Madrid el tarro preparado para recoger una muestra de orina a Javier y enviársela a Sunderland a mi regreso a Marbella. Aparecieron en la orina los famosos péptidos, y digo esto porque aunque cada vez hay mayor evidencia científica, ni todos los niños autistas tienen estos péptidos en orina, ni la dieta realiza curaciones milagrosas. El caso es que, por suerte para mí, Javier presentaba ese dato objetivo, y tanto él como yo estábamos preparados para dar otro paso adelante.
Otro ponente de esas jornadas fue el Dr. David Mariscal, que trató precisamente el tema de dietética y nutrición, y al que como ya se imaginan «asalté” por los pasillos, aprovechando que antes de l a ponencia me lo había presentado Angel Riviere (si no me lo hubiera presentado, lo habría asaltado igual). No sólo me hizo de intérprete con Paul Shattock, sino que además me dijo que le llevara a Javier en mi próximo viaje a Madrid, coincidiendo con la revisión de Angel, que fue precisamente en enero del 99. Le hizo a Javier una exploración y una analítica completas, y elaboró una dieta personalizada para él, en la que además de suprimir el gluten y la caseína se restringían otros alimentos concretos basándose en los resultados analíticos.
En esa fecha, Javier ya decía «mamá”, «papá”, «tata”, y empezaban a surgir tímidamente algunas consonantes como la «b” o la «d”. Su lenguaje oral era sí de limitado, pero teníamos un buen «nivel” obtenido con el sist ema de Comunicación Total de Benson Schaeffer. Este es un sistema de habla signada para niños no verbales que recomendó Angel en una de las revisiones de Javier para trabajar con él. A mí cuando me lo mencionó la primera vez, me sonó a marca de electrodoméstico (como lo oyen); lo malo fue que salvo a Carmen, tampoco les sonaba mucho más al resto de personas que trabajaban entonces con Javier. Una vez más fue ella quien me salvó del apuro dejándome el material; lo malo era que solo existía en inglés. Car men me lo explicó y me dio una traducción del primer capítulo, traducción que yo comparé con el original inglés, y que me hizo empezar a traducir el libro, dado que estaba escrito con mucha claridad, y que me vi capaz de hacerlo para ponerlo al alcance de quienes trabajaban con mi hijo. Ya ven: si Javier no hubiera sido autista, seguro que a estas alturas de mi vida no podría decir con orgullo «he traducido un libro entero yo sola”. ¿Me ha hecho o no me ha hecho mejorar mi hijo?
Como digo, hace poco más de un año teníamos una comunicación bastante aceptable que incluía dos o tres palabras, no siempre funcionales, y un repertorio de gestos signados que se iba ampliando continuamente, y se reforzaba con agendas visuales tanto de fotos, como de dibujos ilust rados, o de fabricación casera. Yo nunca he sido capaz de pintar una O con un canuto, y tendrían que ver ahora las monadas que me salen, a fuerza de practicar (en confianza, los dibujos de Marta son mejores). El caso es que en pocas semanas, Javier empezó a «despegar”. Tuvo un par de meses de aparente retroceso, con un aumento de nerviosismo y de rabietas, quizá realacionado con una especie de «síndrome de abstinencia” por la retirada del gluten, pese a que se lo quité de forma gradual. No obstante, yo ya conocía esa posibilidad y capeamos el temporal. El 14 de Febrero aprendió la letra «c” (para ser el día de los enamorados se lo pasó entero diciendo «caca”). Además, curiosamente, avanzó de modo simultáneo en imitación verbal y utilización funcional de lo que iba aprendiendo. No es que sólo adquiriera nuevas palabras, sino que las empleaba en contextos y con funciones totalmente adecuadas, supongo que como fruto de todo lo que hasta entonces se le había trabajado al pobre toda la vida. Quiero decir con esto que los avances siempre van a ser la consecuencia de un trabajo coordinado, generalizado, sincronizado, continuado, adaptado, y que aunque el autismo de nuestro hijo no se cure, sí que vamos a poder darle una vida que merezca la pena (Javier y yo d amos fe de ello).
Desde Junio del 99, por consejo de Sara, tiene una nueva profesora, Grises, psicopedagoga y logopeda, que empezó a trabajarle la lecto -escritura comprensiva. El avance ha sido tal que en Diciembre Javier me escribió de forma espontánea su primera frase «pelota co malla copa” para pedirme que saliera a comprarle una pelota con malla (un balón de playa de esos que tienen una red). Lo hizo cuando yo estaba deshaciendo maletas después de volver de Murcia en el puente de la Constitución, dado que no le estaba prestando casi atención. Utilizó conmigo el mismo sistema que yo con él: me lo dijo de palabra, y me lo reforzó por escrito poniéndome por delante el papel (por supuesto las maletas se quedaron como estaban y nos fuimos al paseo marítimo a buscar una pelota con malla donde fuera).
Hoy utiliza el lengua oral para comunicarse, aunque seguimos haciendo muchos dibujos y agendas porque le ayudan a situarse. Tiene ya noción del tiempo; sabe que los lunes y los miércoles le toca Grisel, que l os miércoles y viernes va a natación con Daniel, que los martes y jueves Sara viene a casa (un día que no vino, y ya había oscurecido, me dijo «está oscuro, Sara ya no viene. Quita foto”, y quitó la foto de la pizarra de las actividades del día), que los lunes y viernes va con Belén a ASPANDEM, y si hacemos algún viaje o alguna actividad extra, se lo explico previamente y lo incluye en su «programa” mental, de modo que nuestra vida no es en absoluto «autista”, ni «restringida”, ni «limitada”. Ya hasta me quiere acompañar a veces a Misa, y me «jura” que en la Iglesia «Javier está muy callado” (y de hecho, en un par de bautizos familiares, ha cumplido su palabra y no nos hemos tenido que salir de la celebración).
No todo ha sido un camino de rosas. Ha habi do dos regresiones importantes en estos años. Una tuvo lugar la segunda vez que Javier fue a unas colonias de verano; el primer año la experiencia fue bastante positiva, pero el segundo verano cambió el personal, y el niño volvió a los 10 días totalmente arruinado. Mezclaba sin orden ni concierto los 8 signos que entonces tenía, y que utilizaba funcionalmente antes de irse, perdió las pautas de sueño (hasta entonces nunca había dado problemas para dormir, y me costó 4 meses que volviera a acostarse y a q uedarse solo y despierto en su cama), se levantaba de la mesa a mitad de la comida, cuando antes era capaz de entender y de esperar que mamá tenía que terminar de comer antes de hacer lo que fuera y, lo peor de todo, había aprendido nuevas formas de autoagredirse: se daba cabezazos terribles contra la pared o contra el suelo (vi a otro niño hacer lo mismo el día que fui a recoger a Javier), y además pegaba y empujaba a los demás, cosas ambas que nunca había hecho antes. Tuve que enseñarle a Marta como una especie de juego, a ignorar esas conductas y a que cuando Javier se le acercara con malas intenciones, ella «escapase corriendo sin hacerle caso para demostrarle que era la mñás rápida”. Con solo 3 años, mi niña tuvo intervenciones que sorprenderían a más de un adulto. De hecho, cuando fuimos consiguiendo que Javier volviera a pedir algo de modo adecuado, era capaz de decir «mami, pon su cinta en el vídeo, y quita la mía, que lo ha pedido muy bien, y así le volvemos a enseñar como se hacen las cosas”. Tampoco crean que Marta se traumatizó, porque cuando Javier estaba ya prácticamente recuperado, quiso un día que lo cogiera en brazos, y empujó a Marta que estaba en ese momento sobre mis rodillas; entonces ella, muy seria y con el índice en alto, le espetó: «oye Javi, ahora que estás bueno, a ver si te vuelves a enterar que esta madre es de los dos, y yo también tengo derecho”. La explicación debió convencer a su hermano, porque esperó su turno pacientemente.
La segunda «etapa mala”, aunque mucho más leve que la anterior, fue responsabilidad indirecta mía. Llevo 9 años trabajando en el mismo sitio, pero con una interinidad, y por fin se convocaron oposiciones para cubrir las plazas de médico de Atención Primaria de Andalucía. Salieron a concurso más de 900 plazas en esta comunidad Autónoma, para más de 11.000 aspirantes, y no tuve más remedio que ponerme a estudiar como una mona. Al principio, intenté llevar todo para adelante, pero me vi incapaz de hacerlo. Una de dos: o seguía ocupándome a tope de mi hijo como hasta entonces, o me dedicaba a intentar consolidar mi puesto de trabajo. La primera opción implicaba que si no aprobaba (y si uno no estudia, no aprueba), me podría ver en el paro, y sin la certeza en los próximos años de poder seguir pagándole a Javier las mismas clases que en el presente, de modo que «secuestré” a mi padre para que se viniera a Marbella unos meses, sacrifiqué durante casi un año las clases de la piscina, le endosé al abuelo los horarios de Javier … y me enclaustré. Sólo bajaba para bañar a los niños y darles de cenar. El resto del tiempo lo pasé trabajando y estudiando. Me examiné en Septiembre del 98, y gracias a Dios he aprobado y estoy pendiente de la plaza definitiva, pero reconozco que mi hijo tuvo un «parón” que me ha hecho tomar más conciencia de lo importante que ha sido para él mi compañía, mi apoyo, mi trabajo, y, en definitiva, todo el amor que he aprendido a darle. De todos modos, les cuento esto para que vean que es necesario siempre priorizar, y a veces no hay opciones buenas, sino que tenemos que optar por la menos mala. Yo tuve que luchar contra un sentimiento de culpa por atender mucho menos a mi hijo, pero de nada le iba a servir si a la vuelta de un año se encontraba con una madre parada, deprimida, y amargada por no haber aprovechado la oportunidad de mejorar sus condiciones laborales. El tiempo «perdido” lo hemos recuperado con creces, y creo que hice lo correcto.
Pues ahora Javier y yo hemos recorrido un largo camino juntos mejorando bastante, y utilizo el plural con toda intención; si mi hijo no fuera como es, estas líneas no habrían visto la luz, ni yo habría ido ya a unas Jornadas de Comunicación Aumentativa y Alternativa celebradas en Vitoria en Septiembre del año pasado, llevando una ponencia compartida con una de las terapeutas de Javier, ni tendría la capacidad y las habilidades comunicativas de las que dispongo ahora, y que intento aprovechar y aprovecho con mi hija y con mis pacientes, ni tantas otras cosas que prefiero dejar para las conclusiones, aunque aquí se me haya escapado un «anticipo”.
He intentado siempre ser realista, pero eso no ha estado reñido con un principio fundamental: nunca, nunca, NUNCA, repito, debemos poner «techo” a las posibilidades de nuestro hijo, porque nadie sabe hasta donde son capaces de llegar, si tienen la suerte de que otras personas les ayudemos. Mis primeros pronósticos sobre Javier, que además agradecí por lo sinceros, fueron de que posiblemente pudiésemos llegar a comunicarnos con ayuda de sistemas aumentativos o alternativos, pero que lo del lenguaje, parecía, en aquel entonces, bastante improbable. No obstante improbable no fue para mi sinónimo de imposible, así que a fuerza de trabajar con tantas y tantas personas que me han ayudado, Javier hoy es un niño que habla por los codos (sale a su madre), y cuyos avances en el último año han sido no ya iguales, sino superiores a los que en ese plazo tiene cualquier niño de su edad. Si no miramos a nuestro hijo con ojos de niño, que todo lo ven posib le, nosotros mismos nos estaremos cortando las alas al basarnos en nuestros conocimientos y prejuicios de adultos, tan limitantes y restrictivos a veces. Abramos todos la mente al universo de posibilidades que Javier y los que son como él van a regalarnos si les dejamos y les ayudamos a hacerlo.
No soy la única persona que se ha beneficiado de convivir con Javier. Marta es hoy día una niña generosa, cariñosa, mucho menos egoísta que otros niños de su edad, madura y que adora e «incordia” a su hermano co mo es normal. Ha tenido infinidad de intervenciones espontáneas en momentos de crisis que han resultado más resolutivas que las del mejor profesional del mundo.
Javier, por su parte, come prácticamente solo, controla esfínteres, sabe nadar y bucear, monta en bicicleta con ruedecitas conduciendo muy bien, se pone patines (no patina, pero anda con ellos sin caerse, que es más de lo que hago yo), disfruta en los columpios y en el tobogán, ha ido y va al cine, a la iglesia, de visita a casa de amigos, a la compra con nosotros, juega solo y con su hermana, me dice de vez en cuando, de modo totalmente espontáneo, «mamá, te quiero mucho” (desde el mes de Diciembre en que lo hizo por primera vez), y, según la madre de otra niña que lo conoce hace tiempo, tiene ahora una expresión de niño feliz, muy diferente a la cara de angustia que ofreció al mundo en años anteriores, y que la labor de todos cuantos me han ayudado ha contribuido a borrar.
Podría escribir no un artículo, sino un libro, con todas las conclusiones que he sacado hasta la fecha, pero intentaré resumirlas por razones obvias.
- Es importante a nivel personal y familiar priorizar las necesidades y tener claros los objetivos, llevando a cabo una puesta en común entre padres y profesionales para fijar metas alcanzables.
- Debe haber alguien que coordine los recursos, papel que me asigné desde el principio, puesto que si bien no puedo suplir todas las necesidades de mi hijo, nadie le conoce como yo y puede coordinar a todos los que le atienden. Hay que hacer saber a todos cuantos trabajen con él cuáles son las áreas comunes o globales que deben llevarse de modo coordinado, respetando cada parcela específica o más concreta en que profundice cada profesional.
- Tenemos que implicar a familia, conocidos, y a todos cuantos se relacionen con nuestro hijo, a fin de mantener una continuidad y una previsibilidad en su entorno, necesaria para disminuir los niveles de angustia a los que estos niños se ven sometidos debido a su enorme dificultad para entender y anticipar ese complejo mundo de la comunicación y de las relaciones humanas, tan personales e intersubjetivas, que para ellos son tan opacas.
- Hay que incorporar los progresos de nuestro hijo en cada campo a todos los programas que se le estén trabaj ando, para enriquecer y diversificar dichos programas de forma continuada, exigiendo cada vez más, sin perder las habilidades adquiridas, reforzándolas, y logrando que exista entre todos los que lo atienden una comunicación fluida y mutuamente enriquecedora que redundará en el bien de nuestro niño. Debemos procurarles una atención flexible y personalizada, que compense la rigidez e inflexibilidad que caracterizan a su condición autista.
- Quienes somos padres de un hijo autista, tenemos el derecho y el debe r de pedir para ellos una atención que cumpla unos requisitos que voy a nombrar. Debe ser:
-Integral: abarcando a nuestro hijo como ser humano completo en todas sus facetas, biológica, física, psíquica y social.
-Integrada: en todos los entornos y ambientes donde se desarrolle la vida de nuestro pequeño, en horario escolar y extraescolar, en casa o en vacaciones, etc.
-Continuada: a lo largo de todo su ciclo vital, atendiendo a las diversas necesidades que surgirán durante su desarrollo, desde el nacimiento hasta la madurez, pasando por la infancia, adolescencia, etc.
-Permanente: durante las 24 horas del día, 7 días a la semana, sin que esto se entienda erróneamente como 24 horas de trabajo. Se trata de organizar y llenar su tiempo desde que se levanta hasta que se acuesta, atendiendo a sus momentos de ocio, trabajo, autonomía, necesidades elementales, etc.
-Asequible y accesible: luchando desde aquí para que los recursos existentes puedan estar al alcance de todos cuantos lo necesitan, y el acceso a esos recursos no sea una carrera de obstáculos en la que muchos afectados se quedan por el camino.
– De calidad: los recursos son limitados, y habrá que exigir lo mejor, al mejor precio, aplicando racionalmente las estrategias existentes para obtener los mejores rendimientos.
Se ha escrito mucho, y con razón, acerca de la «soledad del autista”, y yo he querido dejar a propósito para el final algo que desearía explicarles, aunque sé a priori que va a ser casi imposible: se trata de la «soledad de la madre”. Nada hay como la adversidad para hacernos madurar, y se me ocurren pocos supuestos tan duros como el tener un hijo autista. Es más fácil para las personas solidarizarse con aquello que conocen; se asume que un niño discapacitado en una silla de ruedas pueda grita r por la calle, o que un niño con los rasgos del síndrome de Down cometa alguna pequeña incorrección social, pero, ¿quién te pone una mano en el hombro cuando en mitad de la calle, tu hijo, guapo, normal, de mirada inteligente, se porta de golpe como un verdadero «salvaje maleducado”? ¿Qué te hace mantener el tipo y hacer lo que tienes que hacer, aunque escuches a tu espalda «la culpa es de los padres, que así de consentido lo tendrán”? A mí me ha pasado eso, y con el corazón en la mano les prometo que en esos momentos de absoluta soledad, únicamente me he sentido acompañada por alguien tan solitario como yo misma: mi hijo. Nuestro mutuo amor es la única arma y la mejor fuente de fortaleza para ponernos el mundo por montera y recorrer un camino que no es fácil, pero es el nuestro y lo vamos recorriendo de la mano.
Y, finalmente, me tomo la libertad de decirles lo que creo que les diría mi hijo:
“Recordad que aunque tenga autismo, soy un niño, y siempre me unirán a vosotros muchas más cosas que las que nos puedan separar. Muchos niños como yo, y yo mismo, os estamos esperando para qiereros y dejarnos qierer».
MUCHAS GRACIAS