El estudio del autismo ha recorrido un largo camino desde que Leo Kanner lo describiera en 1943. ha sido un camino lleno de controversias y debates relativos tanto a la naturaleza del problema, como a sus causas o a los procedimientos de la intervención. Sin embargo, uno de los pocos aspectos sobre el que ha existido un acuerdo generalizado desde la descripción inicial de Kanner, se refiere a la presencia de una alteración profunda en la comunicación y la interacción social, que configura el cuadro de «extrema soledad autista”. Quizá por esa llamativa ausencia de habilidades y competencias para la interacción social y la comunicación, desde hace relativamente poco tiempo, el autismo ha sido centro de atención de much as investigaciones que tratan de cómo surge la comprensión social en los niños.
Para hablar de este proceso que recorren los niños, proceso que implica dominar los mecanismos básicos para interactuar eficazmente con los padres, hermanos o con otros, algunos autores se refieren al acceso a «espacios comunes” /Capps y Sigman, 1996), o a una «intersubjetividad” (Trevarthen et al, 1996), donde, a lo largo del desarrollo, el niño contacta con los demás, al principio a través de formas diádicas de interacción que progresan hacia formas más complejas ya en edades muy tempranas.
El acceso a este espacio interpersonal permite al niño aprender lo que significa estar enfadado, la mentira, o la democracia. En palabras de Riviere (1997), el dominio de las competencias sociales permite al bebé humano la adquisición de «funciones críticas de humanización”, como el lenguaje, las competencias de ficción, o el manejo de pautas de interacción cooperativas y competitivas como la negociación o el engaño respectivamente.
Así que, a través de la interacción social y la comunicación, el bebé accede a un espacio común donde aprender y compartir con otros conceptos y emociones. Parece que el punto culminante de este proceso tiene lugar en torno a los 3 años, cuando el niño es capaz de tener una teoría de la mente (cf. Riviere, 1997), cuando es capaz de tratar lo que él o los demás piensan, sienten o imaginan, como objeto de atención. Sería el espacio común más exclusivamente humano que debe alcanzar el niño. Muchas investigacione s publicadas en los últimos 15 años aportan evidencia empírica de las dificultades de los niños con autismo para acceder al espacio mental compartido. La evidencia ha sido tan sólida que, desde un planteamiento cognitivo, se ha llegado a afirmar que la «causa” del autismo es un déficit en la capacidad para «mentalizar” o, lo que es lo mismo, para crear en su mente representaciones sobre lo que piensan, saben, imaginan o, incluso, sienten los demás.
Sin embargo, si la alteración profunda en la comunicación y la interacción social de los niños autistas tiene su origen en un déficit de teoría de la mente, ¿cómo explicar las alteraciones sociales y comunicativas que se observan en los niños autistas antes de los tres años? Esta pregunta no era tan elemental a finales de la década de los ochenta como lo es hoy, aunque ya investigadores como Mundy y Sigman (1989) o Hobson (1989) postulaban la necesidad de una explicación causal del autismo que tuviera en cuenta las alteraciones en la comunicación y la interacción, con personas y con objetos, que normalmente se observan en los niños autistas antes de los tres años.
La hipótesis cognitiva de finales de los 80 casi borraba de un plumazo toda una tradición investigadora que, partiendo de una perspectiva interaccionista, estudia las relaciones de las habilidades preverbales comunicativo-sociales con el desarrollo posterior del lenguaje y otras funciones mentales superiores, representada por autores como Bruner (1975), Schaffer (1977), Stern (1983), Trevarthen (1979), etc, y prescindía de toda una tradición investigadora sobre las dificultades preverbales de los niños autistas en la que autores como Curcio (1978), Wetherby y Prutting (1984), Mundy, Sigman, Ungerer y Sherman (1986) y otros, ya aportaban evidencia empíri ca de alteraciones.
Hoy ya las cosas no son tan radicales y la mayor parte de quienes defienden una hipótesis cognitiva admiten que ciertas habilidades preverbales pueden ser precursores, prerrequisitos o en todo caso mecanismos que ayudan al bebé humano a acceder al espacio mental compartido. Sobre cuáles son esas habilidades previas trata este artículo y vamos a verlas desde la perspectiva del desarrollo que llamamos normal.
El bebé humano viene al mundo preparado para llegar a ese espacio común al que nos hemos referido, pera aprender a establecer relaciones sociales y responder a estímulos sociales y para vincularse afectivamente a sus progenitores. Se ha observado que los bebés de menos de 5 meses prefieren la voz de su madre a la de un extraño, que ya en el primer mes el bebé atiende a áreas concretas del rostro de su madre, que establece contacto ocular con otros, que muy precozmente sonríe y vocaliza e n respuesta a estímulos sociales y que imita expresiones faciales y gestuales. Esta sintonización programada biológicamente, va acompañada de conductas sociales de los progenitores (normalmente la madre) que ponen de manifiesto la sensibilidad de éstos hacia el comportamiento del niño. Así, en torno a los 6 meses el niño y su madre ya han dado el primer paso en el camino hacia el espacio común que toma la forma de interacciones diádicas (Hayes, 1984).
La imitación contribuye al desarrollo de la comprensión de uno mismo y de los otros. Ya en esta fase de atención diádica la imitación es un elemento habitual del espacio común. Las madres de todos los niños desde el principio intentan comunicarse con sus hijos mediante la imitación de los actos y sonidos que realiza el niño (Kaye, 1986). La imitación se ha de considerar como un intercambio social que se hace evidente cuando el niño responde con imitación, atención y sonrisas a la conducta previa del adulto. Este acto social ha sido documentado por muchos estudios como el de Meltzoff y Moore (1977) por ejemplo. En los actos diádicos de interacción, madre e hijo encuentran interesante y llamativa la imitación, la madre atiende más a la conducta del niño que encaja con la suya y el hijo sonríe en respuesta a la imitación de la madre (Trevarthen, et al., 1996), lo que pone de manifiesto la naturaleza social de este tipo de conductas. Estas experiencias tempranas pueden ser importantes para el desarrollo de la conciencia de que se participa en un intercambio social y para llegar a reconocer que los otros tienen estados mentales comparables a los propios (Stern, 1983).
Es difícil saber si el autismo se manifiesta en momentos tan precoces, porque la evidencia directa de casos de autismo menores de 6 meses es muy escasa, aunque también disponemos de datos que se basan en estudios con niños autistas de entre 3 y 5 años, pero que se encuentran en la fase de desarrollo preverbal, comparados con niños normales y niños con retraso mental. Hasta ahora yo sólo conozco dos estudios, el de Kubicek (1980) y el de Sparling (1991) que analizan en laboratorio la interacción temprana de dos niños autistas menores de 6 meses. En el trabajo de Kubicek se estudia la interacción cara a cara de una madre con sus dos hijos gemelos, grabados por separado, cuando tenían 4 meses. Uno de los dos hermanos fue posteriormente diagnosticado de autismo y, ya con 16 semanas, se observaba en él falta de contacto ocular, expresión emocional neutra y una postura rígida. Sin embargo, en el gemelo que se desarrolló con normalidad, se observó una reciprocidad socioemocional con su madre que se hacía más evidente por su ausencia en el niño posteriormente autista. El trabajo de Sparling se trata de un estudio de seguimiento de niños con riesgo neonatal desde el nacimiento hasta los tres años. En uno de esos niños desde el principio detectaron un retraimiento excesivo y en grabaciones de vídeo de la interacción del niño con su madre, cuando el niño tenía tres meses, se ponía de manifiesto un retraso evidente en las pautas de interacción, poco contacto ocular, una tolerancia muy baja a la frustración y un gran esfuerzo por parte de la madre para lograr que el niño mantuviera la atención.
Por otro lado hay algunos estudios clínicos como el de Eri ksson y Chateau (1992) y estudios de laboratorio, que analizan la interacción diádica de niños autistas preverbales con sus madres o con un experimentador, que aportan datos que son contrarios a la idea de que puede existir una alteración en edades muy tempranas. En el estudio de Eriksson y Chateau(1992) se describe un patrón de desarrollo típico de algunos niños autistas. Se trata de una niña que mostró un desarrollo normal hasta los 13 meses. Las grabaciones domésticas de vídeo y las informaciones de los pad res indicaban que la niña a los 12 meses decía adiós, jugaba a juegos sociales, balbuceaba, y jugaba con los juguetes de modo apropiado. Pero a partir de los 13 meses, empezó a perder interés en lo que ocurría a su alrededor, en los vídeos se la veía muy callada, alejada de los demás, menos activa con sus juguetes y más concentrada en actividades repetitivas. Fue diagnosticada de autismo a los 2 años y 7 meses.
En cuanto a los estudios de laboratorio, en primer lugar, los estudios realizados informan que los niños autistas preverbales muestran conductas de apego con reacciones similares a las de otros niños a la separación o reencuentro con sus padres (Dissanayake y Crossley, 1996; Rogers, Ozonoff y Maslin-Cole, 1991; 1993, Sigman y Mundy, 1989, Sigman y Ungerer, 1984). Los niños con autismo responden de modo diferente cuando su madre se va y cuando vuelve, dirigen más conducta social a su madre que al extraño, y, la mayor parte de ellos, incrementan sus conductas de acercamiento y proximidad hacia su madre después de que ésta ha regresado a la sala, por lo que no se puede concluir que los niños con autismo carecen de conductas de apego hacia sus progenitores (Rogers y Pennington, 1991, Sigman, Dissanayake, Arbelle y Ruskin, 1997).
En cuanto a la imitación, los estudios con niños pequeños son también muy escasos. Los datos existentes indican que los autistas tienen un claro retraso en habilidades de imitación (Curcio, 1978; Dawson y Adams, 1984; Hammes y Langdell, 1981) y que existe una relación entre la competencia social y lingüística de los niños y sus habilidades de imitación (Dawson y Adams, 1984). Por otro lado, no todos los aspectos relativos a la imitación de los niños con autismo parecen igualmente alterados, ya que está bien documentada su capacidad para imitar sonidos, palabras o frases. Parece que la dificultad se refiere más a alteraciones en la imitación de gestos o actos con un valor social para la interacción (Klinger y Dawson, 1992), pero es necesario, dada su relevancia para el desarrollo comunicativo y social, profundizar en el conocimiento de esta dificultad para los niños con autismo pequeños.
La inconsistencia de los datos procedentes de los estudios expuestos, en cuanto a que no todos los niños presentan anormalidades antes de lo s 12 meses, sugiere la existencia de pautas diferentes en la presentación de los síntomas de autismo (Stone, 1997). Algunos niños puede que ya tengan dificultades en el primer año de vida lo que quizá sería un indicador pronóstico de interés. Por su parte, los estudios de laboratorio descartan la existencia de problemas graves en el desarrollo socioemocional temprano, aunque los niños que participaron en estos trabajos tenían edades superiores a los dos años.
En los estudios de laboratorio citados en el apartado anterior, los niños que participaban tenían una edad mental en la que normalmente ya han aparecido otras conductas comunicativas y sociales más complejas. Los niños normales antes de los 12 meses, demuestran un crecimiento en su dominio de las interacciones con los demás, y al final del primer año de vida, ya han ampliado su ámbito de interacción, incorporando al intercambio madre -hijo su interés por los objetos o por los sucesos que tienen lugar a su alrede dor. Cuando el niño normal es capaz de integrar en su interacción con los demás los objetos y fenómenos del entorno que le llaman la atención, da un salto hacia interacciones más complejas, un paso adelante en el desarrollo del espacio común, entra en la fase de interacción triádica. Trevarthen y Hubley (1978) y otros autores se refieren a esta fase con la expresión “intersubjetividad secundaria”.
En relación con lo anterior, en esta segunda fase intersubjetiva de intercambios triádicos, el niño muestra muchas y variadas conductas que ponen de manifiesto su apertura hacia la mente de los otros, para aprender cómo otros ven el mundo y cómo usan los objetos y responden a los sucesos que tienen lugar en él. Se trata de conductas de atención conjunta, conduc tas de referencia social y también conductas de acción conjunta. Por ejemplo, el niño atiende las expresiones y acciones por medio de las cuales los demás le presentan o muestran objetos, aprende a realizar gestos para dirigir la atención de los otros con el propósito de lograr un objeto o una actividad, o con el de compartir su experiencia con el adulto, imita el modo en que los adultos manipulan los objetos, o mira hacia el adulto cuando se encuentra ante un fenómeno que desconoce con el objetivo de reci bir información sobre cómo actuar o cómo sentirse. Estos comportamientos sugieren que el niño normal antes de los 12 meses reconoce que los otros pueden ver e interesar se por lo mismo que él está viendo y que le interesa, que empieza a compartir su punto de vista con otros y a reconocer y asumir la perspectiva de otra persona. Estas conductas reflejan que el niño, al final de su primer año de vida, empieza a reconocer a las personas como agentes intencionales claramente diferentes de los objetos inanimados (Sigman y Capps, 1997) y se consideran precursoras de la comunicación verbal (Bruner, 1975).
En cuanto a los niños con autismo observados al final de su primer año de vida, hay algunos informes retrospectivos realizados con los padres de niños con autismo y estudios con vídeos domésticos sobre niños que posteriormente fueron diagnosticados de autismo. En todos ellos se constatan alteraciones en habilidades comunicativas y sociales propias del final del primer año y de todo el segundo. Por ejemplo, en un estudio realizado por Gilbert y sus colaboradores (Gilbert et al. 1990) las madres de 12 niños con autismo tenían que contestar a un cuestionario relativo a la conducta comunicativo-social de sus hijos antes de los 3 años. Varias madres dijeron que sus hijos mostraban síntomas de autismo antes de los doce meses, casi la mitad de las madres (5) informaron que sus hijos tenían anormalidades en el contacto ocular y dos de ellas indicaron también que sus hijos reaccionaban de manera anormal a los sonidos. Ig ualmente, en los conocidos estudios sobre vídeos domésticos realizados por Adrien y sus colaboradores (Adrien, Faure, Perrot, Hameury, Garreau, Barthelemy y Sauvage, 1991; Adrien, Lenoir, Martineau, Perrot, Hameury, Larmande y Sauvage, 1993) se observa que antes de los dos años los niños autistas tienen problemas en interacción social, dificultades en expresión y comprensión de emociones y que muestran conductas visuales y auditivas atípicas.
Hay también trabajos de laboratorio que indican que los niños co n autismo tienen dificultades para alcanzar eficazmente la fase de interacción triádica al poner de manifiesto que los niños autistas pequeños, comparados con niños normales o con niños con retraso mental fracasan en acciones de atención conjunta, ya que no suelen señalar hacia objetos o sucesos con la intención de dirigir la atención del adulto, no suelen seguir los gestos de señalar que hacen otros, y tampoco suelen alternar la mirada entre un objeto y otra persona (Canal y Riviere, 1993; Curcio, 1978; kasari, Sigman, Mundy y Yirmiya, 1988; Mundy, Sigman, Ungerer y Sherman, 1986; Wetherby y Prutting, 1984), aunque sí suelen ser capaces de iniciar y responder a actos de petición (Mundy, Sigman y Kasari, 1990; Mundy, Sigman, Ungerer y Sherman, 1986). En otras palabras, los niños con autismo que se encuentran en una fase preverbal de intercambios triádicos comprenden que los otros les pueden ayudar a alcanzar objetos o a realizar actividades que desean. Pero muestran un perfil específico de alteración en sus habilidades comunicativas al tener dificultades para compartir su experiencia perceptiva con otros por medio de actos de atención conjunta. Este perfil es tan característico que es posible clasificar correctamente al 94% de los niños autistas tomando com o base solamente sus habilidades para la atención conjunta (Klinger y Dawson, 1992).
Mundy y Sigman (1989) sugieren que las dificultades en atención conjunta de los niños autistas pueden ser consecuencia de sus problemas para compartir afecto positivo. De hecho, desde hace algún tiempo está documentado que los niños autistas no expresan emociones de la misma manera que lo hacen los niños pequeños normales. Por ejemplo, en un trabajo de Attwood, Frith y Hermelin (1988), se observó que mientras los niños normales y los niños con retraso mental utilizaban gestos deícticos (como señalar o mostrar), instrumentales (para pedir o regular la conducta del otro) y expresivos (para expresar sentimientos) tanto en interacciones estructuradas como no estructuradas, los niños con autismo no mostraron gestos expresivos y muy pocos deícticos. Otro trabajo clásico es el de Snow, Hertzog y Shapiro (1987) que estudiaba la expresión facial de emociones en niños con autismo comparados con niños con retraso de igual edad mental. Se trataba de un estudio en el que se analizaba la expresión espontánea de emociones clasificadas en tres grupos (positivas, negativas y neutras ) y según a quién iban dirigidas (hacia el otro, hacia un objeto o hacia nada concreto). Los autistas mostraban menos expresiones de afecto en general, pero aún menos expresiones de afecto positivo y, además cuando expresaban afecto positivo, era menos probable que lo dirigieran hacia el otro.
Un trabajo posterior de Yirmiya Kasari, Sigman y Mundy (1989) aum entó la precisión de nuestro conocimiento sobre el problema de los autistas en la expresión de emociones. En este trabajo, mediante procedimientos muy laboriosos, se constató que los niños con autismo mostraban incluso más expresiones de afecto que los no autistas (niños con retraso mental y niño normales de la misma edad mental y de la misma edad cronológica). Analizando el porcentaje de tiempo en que cada niño expresaba los distintos tipos de afecto, encontraron que si bien los niños con autismo expresa ban durante un porcentaje mayor de tiempo afecto negativo, no había diferencias significativas en el tiempo que los distintos niños expresaban afecto positivo, neutro o de interés. También hicieron un análisis para ver si las expresiones de los autistas eran más ambiguas que las de los otros grupos. La ambigüedad de las expresiones faciales se determinaba por el número de expresiones que combinaban componentes de expresiones emocionales distintas (combinación negativa, compuesta por elementos de la expres ión de miedo y de enfado; combinación positiva, compuesta por elementos de sorpresa y de agrado; y combinación incongruente, compuesta por expresiones positivas y negativas). En este análisis también observaron que no había diferencia significativa entre los tres grupos de niños en cuanto al porcentaje de tiempo que dedicaban a expresar combinaciones positivas, pero los autistas mostraban más combinaciones negativas y más combinaciones incongruentes que los otros niños. Es decir, los niños con autismo exp resaban durante un porcentaje mayor de tiempo expresiones ambiguas, menos claras, que los niños no autistas.
Este trabajo pone de manifiesto que la conducta de los niños con autismo es semejante a la de los otros niño en su expresión de emociones faciales, pero que muestran más expresiones de afecto negativo y más expresiones ambiguas, y, posiblemente, más difíciles de reconocer por los demás. Probablemente estos datos constituyan una evidencia empírica de la impresión clínica que normalmente se tiene de que los niños con autismo parecen menos expresivos y más indiferentes al afecto que otros niños. Sin embargo, puede que en las situaciones en las que se ha investigado, o en las situaciones de evaluación típicas del trabajo clínico, el niño con autismo se sienta más molesto, o más confuso que los otros niños sobre cómo ha de sentirse o sobre cómo ha de actuar.
Los niños normales aprenden a actuar eficazmente en situaciones poco habituales o ambiguas interpretando las expresiones emocionales de los otros y utilizando sus propias expresiones para “pedir” a los otros información sobre qué es lo que ocurre en la situación o sobre cómo uno debe sentirse ante dicha situación. Este aprendizaje se pone de manifiesto en una clase de intercambios triádicos denominados actos de referencia social. No son propiamente actos de atención conjunta, aunque comparten con la atención conjunta, por un lado, el intercambio de emociones relativas a un suceso y, por otro, una estrategia comportamental similar para conocer el pun to de vista del otro que implica mantener la atención y orientarla alternativamente hacia el adulto y hacia el objeto, atendiendo a ambos sucesivamente. La diferencia entre ambos es que en los actos de atención conjunta el niño trata de compartir una experiencia perceptiva o emocional, y en la referencia social el niño trata de saber qué se debe sentir o cómo se debe actuar ante el estímulo presente. En la referencia social, además, el estímulo es algo ambiguo, lo que genera incertidumbre en el niño.
Cualquiera puede observar actos de referencia social cuando ve que un niño basa total o parcialmente su interpretación personal de un suceso en la conducta de otro (Walden, 1993), cuando cambia su conducta siguiendo el mensaje interpretativo de la situación, emitido por el otro mediante una expresión emocional. La referencia social es, por tanto, una estrategia poderosa para los niños que han de aprender cómo comportarse o cómo regular sus emociones. Pero requiere la receptividad y el entendimiento de los mensajes emocionales de los otros para formar el propio entendimiento de la situación (Feinman, 1982). Esta habilidad se desarrolla en la segunda mitad del primer año y se combina con habilidades previas posiblemente afianzadas en la fase de interacción diádica como la de discriminación y reacción apropiadas a expresiones faciales, tono de voz, etc (Hornik y Gunnar, 1988) y con otras habilidades que posiblemente también dependan del desarrollo cognitivo como la propensión a inhibir la conducta hasta que se obtiene la información referencial (Walden, 1993). La combinación de estas diferentes habilidades en los actos de referencia social nos permiten deducir que el niño cuando busca información en la expresión emocional de los otros para actuar en consecuencia, en este momento tiene, al menos de modo incipiente, una conciencia de su estado mental y del de los otros, ya que parece entender que puede inferir la interpretación de los otros a partir de su conducta y que esa interpretación es relevante para la inte rpretación propia.
Actualmente sabemos poco sobre el desarrollo de la emoción y su comprensión, y sobre las dificultades para inhibir la conducta y atender a estímulos sociales por parte de los autistas. Como hemos visto, la dificultad en la comprensión de emociones ha sido investigada mediante el reconocimiento de la expresión facial en situaciones no naturales (Field, 1982; Langdell, 1981; Rick y Wing, 1982); o mediante el análisis de porcentajes de tiempo que el niño dedica a los distintos tipos de expresiones emocionales (Yirmiya et al., 1989), aunque también se ha estudiado con niños con autismo mayores y de buen nivel cognitivo (Cf.; Hobson, 1983; 1986; Hobson, Houston y Lee, 1989; Weeks y Hobson, 1987). El trabajo de Yirmiya et al. (1989) nos pone sobre la pista de que las dificultades de los autistas con la expresión de emociones puede ser más el reflejo de su escasa comprensión social que la consecuencia de un hipotético desinterés social y parece haber datos que sugieren un déficit, pero no una incapacidad (Bormann-Kischlel et al, 1995).
Todos los autores reconocen la gran conexión que existe entre el desarrollo de la comprensión de emociones y la capacidad para utilizar la referencia social, y así, manejar el ambiente en que nos movemos. Los escasos estudios realizados con autistas y personas con retraso mental (Kasari, Freeman, Sigman y Mundy, 1995; Sigman, Kasari, Kwon y Yirmiya, 1992; Walden, Knieps y Baxter, 1991) indican un retraso en el desarrllo de este tipo de intercambios sociales, más acusado en el grupo de los autistas, probablemente debido a sus dificultades en la comprensión y uso de emociones. Sin embargo, dichos estudios no diferencian claramente entre la referencia social instrumental (que incluye mensajes verbales) y la exclusivamente emocional (Hornik y Gunnar, 1988). Además puede que los mensajes que hasta ahora se utilizan en tales estudios, carezcan de la suficiente adecuación pragmática, pudiendo ser confusos para los niños con autismo, al no estar directamente vinculados a situaciones de verdadera incertidumbre para el niño, y al consistir en la combinación de demasiados estímulos (sonidos, gritos, gestos, posturas, palabras y frases). Además, estos estudios no tienen en cuenta si el niño busca por sí mismo información referencial, ya que ésta se proporciona incondicionalmente, las emociones expresadas por los adultos son fingidas y, finalmente, los adultos no son las madres de los niños, sino los propios experimentadores, lo que podría ser inadecuado para el caso de los autistas debido a sus evidentes dificultades de comprensión social.
La atención conjunta y la referencia social son claramente las habilidades más representativas que caracterizan la fase de interacción triádica. Pero el niño al final del primer año tambié n ha incrementado sus habilidades de imitación, de control de la atención, sus habilidades cognitivas y sus habilidades de juego con objetos. Sobre todo con este conjunto de recursos sociales y comunicativos, el niño a lo largo del segundo año de vida amplía y perfecciona su dominio del espacio común.
A lo largo del segundo año, los cambios más significativos en ese espacio común se refieren a la incorporación de las habilidades simbólicas de representación. El surgimiento de estas habilidades está apoya do en el dominio de las mencionadas previamente, principalmente de la atención conjunta, y sus dos manifestaciones más evidentes son la aparición del lenguaje y la aparición del juego simbólico, habilidades claramente deficitarias en la gran mayoría de los niños con autismo.
En cuanto al juego simbólico, es tan claro el déficit que presentan los niños con autismo, que desde el punto de vista clínico, su ausencia en un niño se considera un signo muy fuerte de que puede ser autista e, incluso, para aquellos niños con autismo que han conseguido desarrollar lenguaje y pueden entender símbolos, suelen tener más deficiencias en juego simbólico que otros niños de su misma edad mental verbal (Frith, 1991, Baron -Cohen, 1987). Pero en los autistas los problemas en el juego ya se ponen de manifiesto en actividades más funcionales y convencionales con los juguetes que no requieren la capacidad para utilizar símbolos. Los autistas tienden a utilizar los juguetes de forma menos apropiada, más repetitiva y menos diversa a como lo hacen los demás niños (Sherman, Shapiro y Glassman, 1983) y realizan juego funcional con menos frecuencia que otros niños (Mundy et al, 1986) tanto en situaciones estructuradas como en situaciones no estructuradas.
Además de por posibles problemas de orden cognitivo, las dificultades de los niños con autismo en el juego funcional y simbólico pueden estar relacionadas, en primer lugar, con su falta de sintonía con la conducta y los intereses de los demás, porque, según hemos expuesto, los niños c on autismo tienen problemas en el desarrollo de la interacción triádica y eso afecta a sus posibilidades de acceso intersubjetivo, así como a una conciencia de su estado mental y del de los otros. En segundo lugar, los niños con autismo presentan deficiencias en el juego simbólico porque esta actividad requiere el dominio de un proceso cognitivo que está afectado en estos niños, el proceso que permite al niño actuar con un objeto como si fuera otro objeto o como si tuviera alguna característica no evidente. La actividad de este proceso es muy frecuente y se incrementa a partir de los 18 meses. Los niños normales están entusiasmados con el dominio de ese proceso y se lo toman muy en serio. Pero además realizan estas actividades de juego simbólico en colab oración o compartiéndolas con otras personas, niños o adultos, lo cual hace suponer que no sólo son las características físicas del objeto lo que hace que el niño inicie actividades de juego, sino que también influye el conocimiento que ya tiene el niño de que otras personas pueden entender y hacer lo mismo que él hace con ese objeto.
Los niños con autismo presentan alteraciones significativas en habilidades que normalmente se desarrollan antes de los tres años. Esas habilidades que se han denominado precursores o prerrequisitos son mecanismos que ayudan al bebé humano a acceder al espacio mental compartido.
Sin embargo, las alteraciones no se extienden a todo el desarrollo social, y los niños con autismo tienen preservadas algunas de ella s, aunque la importancia de las alteradas y la gravedad de las deficiencias existentes eclipsan sus escasas habilidades sociales. Los niños con autismo pueden vincularse afectivamente a sus progenitores, los distinguen de los extraños y también participan en juegos sociales de tipo diádico, aunque con una actitud más pasiva que los niños normales. También expresan afecto tanto positivo como negativo o neutro con la misma frecuencia que lo hacen los normales, aunque muestran con mayor frecuencia expresione s confusas de afecto. El principal problema de los niños autistas pequeños se observa en los intercambios triádicos, que son tan deficientes que llevan al niño a una incapacidad para compartir el significado afectivo de los sucesos y los objetos que hay a su alrededor por medio de la atención conjunta, la referencia social y la imitación.
Esta gran dificultad que se ha puesto en evidencia, puede tener influencia en otras deficiencias posteriores que suelen mostrar los autistas como son los problemas en j uego funcional y juego simbólico, las dificultades lingüísticas y las dificultades para atribuir creencias, actitudes o intereses a los demás. Todas estas habilidades posteriores pueden tener en común la necesidad de un cierto desarrollo comunicativo y so cial previo, que implique el dominio y comprensión de interacciones sociales donde juega un papel fundamental la integración de actos para dirigir la atención de los demás, las expresiones afectivas y las conductas de atención. No está, sin embargo, todo claro y se necesita continuar en la investigación sobre estas habilidades preverbales. Se precisa el desarrollo de estudios que demuestren que el dominio de las habilidades previas de interacción, especialmente las de referencia social, implican un dominio posterior de habilidades comunicativas y sociales más complejas. También, en esta misma línea, son necesarios estudios longitudinales que aclaren la relación que existe entre esta dificultad temprana para acceder al espacio mental compartido y las habil idades posteriores de teoría de la mente.
En cuanto a la intervención, está claro que en los niños autistas pequeños hay que evaluar sus habilidades comunicativas y sociales y trabajar sobre las deficiencias que se encuentren. Hay ya evidencia de que el trabajo sobre la expresión de afecto positivo (Rogers y Lewis, 1989) y sobre el desarrollo de habilidades de atención conjunta (Klinger y Dawson, 1992) produce efectos positivos y esperanzadores, aunque se necesitan muchos más estudios sobre la intervención en edades tempranas. Éstos y los estudios antes propuestos nos ayudarán a comprender mejor a los niños con autismo pequeños y a mejorar sus posibilidades de desarrollo.