Como el lector podrá comprobar en el cuadro 1, los resultad os de la investigación de comparación entre datos retrospectivos de padres de hijos con autismo, retraso con rasgos autistas y normales, son muy interesantes. Tanto los niños con autismo como los que presentan retraso acompañado de espectro autista, presentan un patrón de pasividad o de tranquilidad que llama la atención en el primer año (la diferencia entre los porcentajes de 57.81% y 50.00% no alcanzan significación estadística). Además, ni unos ni otros desarrollan las pautas de comunicación intencionada (protodeclarativos y protoimperativos) que normalmente resultan evidentes en el niño en los primeros meses del segundo año de vida. Resulta notable la ausencia casi completa de esos patrones tanto en los niños que luego presentan autismo como en los que presentan retraso del desarrollo.
Sin embargo, existen muchas diferencias entre los informes retrospectivos de los padres de niños con autismo y los que nos proporcionan los de niños con retraso y rasgos autistas. De cada cuatro de los primeros, tres percibían como «normal” a su hijo en el primer año de vida. En cambio, de cada cuatro de los segundos, tres percibían que el desarrollo de su hijo no era normal. Los niños con retraso en el desarrollo ofrecían, con mucha más frecuencia que los autistas, la impresión de que su desarrollo social en el primer año era anómalo o presentaba retrasos. Además, el retraso motor era mucho más frecuente en los niños con retraso, como también lo era la presencia de alteraciones neurológicas o de enfermedades asociad as a alteraciones del desarrollo, y las circunstancias desfavorables en el parto. La impresión de buen aspecto neonatal era más frecuente en los padres de niños con autismo que en los de niños con retraso. Por el contrario, en el segundo año de vida, era mucho más frecuente que los padres de niños con autismo tuvieran sospechas firmes de sordera.
Son igual de interesantes las diferencias entre los niños con autismo y los normales. Como el lector comprobará en el cuadro 1, no existían diferencias entre ellos en retraso motor, anomalías neurológicas detectadas, circunstancias adversas en el parto y buen aspecto neonatal. Pero los niños autistas provocaban más sospechas de presentar alguna anomalía en el desarrollo en el primer año, sugerían más frecuente mente que su desarrollo social era anómalo o tenía retrasos en esa fase, daban lugar a más sospechas de sordera en el segundo año, por su falta de atención y respuesta a las llamadas y el lenguaje, se mostraban más «tranquilos” o pasivos expresivamente en el primer año, presentaban más enfermedades asociadas a alteraciones del desarrollo, y sobre todo carecían de capacidades de comunicación, en los primeros meses del segundo año, que sí tenían los niños normales.
Los resultados de este segundo estudio no sólo confirman la existencia de un perfil típico de desarrollo del autismo, definido por discreta «pasividad considerada un rasgo temperamental” en la fase perlocutiva, ausencia de comunicación en la elocutiva, y presencia evidente de una anomalía cualitat iva del desarrollo al comenzar la fase locutiva, sino que demuestran además que ese perfil es específico del autismo, o al menos permite diferenciar a los niños con autismo y retraso asociado de aquellos otros que presentan retraso del desarrollo con rasgos autistas asociados. Característicamente, en los niños con autismo, el patrón de pasividad, ausencia de comunicación y anomalía obvia posterior provoca preocupaciones en los padres de los niños autistas más tarde que en los padres de niños con retraso y espectro autista. Además, se asocia a menores grados de alteraciones médicas y neurológicas, se acompaña de sospechas más frecuentes de sordera en el niño, y se asocia con menor retraso motor en los niños con autismo que en los que tienen retraso y rasgos autistas.
Teniendo en cuenta que esta diferenciación no siempre es fácil de establecer clínicamente, este resultado es importante. Refleja la existencia de una clara correlación entre los datos retrospectivos, sobre el desarrollo inicial, aportados por los padres y las observaciones clínicas «sincrónicas” que permiten, en último término, al clínico incluir a unos niños en la categoría diagnóstica a la que damos el nombre de «trastorno autista con retraso asociado” y a otros en la de «retraso con rasgos autistas”. Esta correlación entre el patrón de aparición y desarrollo inicial y las características de conducta y desarrollo posteriores, analizadas en un momento puntual del desarrollo, puede tener una gran importancia para comprender en qué consisten la s alteraciones del desarrollo que se producen en el autismo.
Hay un dato más que puede ser una pista importante en nuestro intento de reconstruir la lógica del desarrollo del autismo, la relación que pueda existir entre el modo en que se produce este trastorno y la naturaleza subyacente de las alteraciones neurobiológicas y psicológicas que lo explican como trastorno del desarrollo. El dato al que me refiero no se observa en el autismo, sino precisamente en las historias retrospectivas de muchos de esos otros niños que nos han servido de marco de comparación: aquellos que presentan retraso del desarrollo con rasgos autistas. Son muy numerosas las familias de niños con retraso del desarrollo y espectro autista asociado, que narran en esquema la siguiente historia: el niño presentaba ya anomalías claras del desarrollo desde su primer año de vida, pero en el segundo «empeoró”. Si bien ya estaba desaferentizado antes, y daba escasa respuesta social a las personas, o era poco expresivo y poco intersubjetivo desde el primer año, en el segundo aumentó su grado de desaferentización, su lejanía de las personas, su «autismo” en una palabra.
La siguiente historia es un buen ejemplo de este esquema, muy frecuente en los informes retrospectivos de los padres de niño s con retraso del desarrollo y rasgos autistas asociados (o más técnicamente, con «espectro autista”, pero no con el Trastorno de Kanner). Se trata de una niña con retraso severo, cuya historia se describe así:
Primera gestación de la madre, que cursó con aparente normalidad. Percepción clara de movimientos fetales desde el cuarto o quinto mes. Parto a término, realizado mediante cesárea sin contracciones previas. Peso neonatal de 4.000 grs. Perímetro cefálico de 36,5 cm. Líquido amniótico escaso y teñido de meconio. Cianosis postparto.
En reconocimiento neonatal se observó cutis marmorata, hipotonía global, desaferentización, fenotipo peculiar y ausencia de coordinación de succión y deglución. Por todo ello, se realizó ingreso en servicio de ne onatología, cuando la niña tenía tres días de vida. En ecografía cerebral y resonancia magnética, se definió hipoplasia de cuerpo calloso y asimetría interhemisférica, definiéndose cariotipo femenino normal, 46 XX.
Patrón de retraso importante del desarrollo manifestado desde el principio, y más marcadamente desde los 12 meses aproximadamente. En el primer año, presentó patrón de hipotonía, retraso en el desarrollo de patrones motores y desaferentización. A los tres meses, presentó crisis cianótica que obligó a ingreso y se diagnosticó como espasmo de sollozo (las crisis de este tipo se han repetido varias veces posteriormente). Se indica adquisición de sostén cefálico relativamente estable hacia los tres meses, sedestación sin apoyo a los 9 meses y am bulación autónoma desde los 23 meses. En informes neurológicos realizados cuando la niña tenía 19 y 20 meses se define patrón de desconexión, con inseguridad acerca del reconocimiento de figuras vinculares, pauta de bipedestación y ambulación con apoyo, y se diagnostica «encefalopatía con afectación psíquica severa e hipogenesia del cuerpo calloso”. En la segunda mitad del segundo año, los padres observaron un aumento de la desconexión que la niña ya tenía previamente.
¿Qué puede significar el aumento del «autismo” en el segundo año de vida en muchos niños con retraso del desarrollo? ¿Cómo podemos asociar ese dato al que indica que en ese mismo momento del desarrollo es cuando aparecen prototípicamente manifestaciones suficientemente claras del autismo clásico de Kanner como para llevar a los padres a preocuparse? Es importante destacar el hecho de que en todos los cuadros que se acompañan de desconexión (tanto el autismo clásico como los retrasos del desarrollo que se acompañan de rasgos autistas) parece existir un patrón que permite diferenciar tres fases o estadios de desarrollo, que también se diferencian con claridad en el desarrollo normal.
A partir de estudios acerca del desarrollo de la inteligencia en el niño normal (Piaget, 1.969), de su comunicación (Bates, 1.976), de su atención (Ruth y Rothbart, 1996), y de otras funciones, aparecen nítidamente diferenciadas tres etapas importantes en el desarrollo inicial del niño. La primera se extiende a lo largo de los primeros ocho meses de vida. Se corresponde con el primer subperíodo sensoriomotor de Piaget (1969), con la fase «perlocutiva” de que habla Bates (1976), con un periodo en que es claramente dominante el «primer sistema de atención” de que hablan Ruth y Rothbart (1996). En esta fase del desarrollo, en que aún no puede reconocerse «comunicación intencionada” en el niño, aunque sí patrones de relación intersubjetiva primaria y de vinculación muy complejos, los rasgos de desconexión suelen ser menos «visibles”, menos evidentes. En la mayor ía de los niños que posteriormente expresan un autismo de Kanner, no se reconocen aún (en caso de haberlos). Probablemente las anomalías en esa fase son muy sutiles y no sólo no son reconocidas por los padres, sino que tampoco son detectadas por los expertos al analizar películas familiares del primer desarrollo de niños en los que luego «aparece” el autismo (Losche, 1990).
La segunda etapa comienza hacia los nueve meses. Es el segundo subperiodo sensoriomotor (Piaget, 1969), la fase «ilocutiva” del desarrollo (Bates, 1976), en que aparece la comunicación intencionada y toda la conducta del niño se hace más estratégica y propositiva. En esa fase, comienza claramente a desarrollarse, en el niño normal, un «segundo sistema de atención” (Ruth y Rothbart, 1 996), que permite la emergencia de pautas de atención sostenida conjunta. Son muchos los investigadores que consideran que hacia los nueve meses se produce una transición fundamental en el desarrollo del niño (Bertenthal y Campos, 1990; Ende at al., 1976). Muchos de los cambios que se producen en la conducta del niño normal a esa edad implican inicios rudimentarios de «función ejecutiva” (Diamond y Gilbert, 1989). Los estudios de PET con bebés humanos (Chugani, 1994) sugieren que hay zonas de los lóbulos frontales que se van haciendo funcionales en ese período que se extiende entre los 9 y los 18 meses. Las pautas de comunicación intencionada, destinadas a cambiar el mundo físico (protoimperativos) o a cambiar el mental (protodeclarativos) se establecen de forma nítida a lo largo de este periodo, y deben ser ya muy evidentes en su segunda parte: entre los 12 y los 18 meses.
En muchos niños con retraso del desarrollo y rasgos autistas, los padres se hacen cada vez más conscientes de la «desconexión con e l mundo” de sus hijos en esta etapa. Por otra parte, alrededor de la cuarta parte de los padres de niños con autismo empiezan a preocuparse en ella, al observar la falta de respuesta social, o la conducta ritualizada e inflexible de sus niños pequeños. Pero sobre todo, aunque muchos padres de niños con autismo aún no perciban nada anómalo en el desarrollo de sus hijos antes de los 18 meses, lo cierto es que los profesionales sí pueden reconocer que algo fallaba ya en esa etapa. Recordemos que la inmensa mayoría de los niños autistas no se comunicaban en ella ni para pedir ni para compartir experiencias, segñún indican los informes retrospectivos de los propios padres. Además, en películas familiares, por ejemplo de la celebración de la fiesta del primer cumpleaños, sí se definen ya diferencias de atención social, responsividad e implicación entre los niños con autismo y los normales.
El conjunto de transformaciones que se van preparando dinámicamente en la fase ilocutiva, se precipita en un cambio funda mental del desarrollo con el comienzo de la etapa siguiente, hacia los 18 meses. En el comienzo de la «fase locutiva” de Bates (1976) o «periodo preoperatorio” en el término de Piaget (1969), los cambios psicológicos y neurobiológicos del niño normal son tan diversos y complejos que resultan difíciles de resumir: se produce el paso a una «inteligencia representacional”, se elaboran estructuras lingüísticas que implican una creatividad formal por parte del niño. Éste se empieza a ver a sí mismo como un agente que actúa sobre el medio (Jennings, 1991). Empieza a tener emociones del yo, como el orgullo o la vergüenza (Stipek, Eecchia y McClintic, 1992). Los cambios que se producen entre los 18 y 24 meses en capacidades dependientes de un «control ejecutivo” son dramáticos (Diamond, Towle y Boyer, 1994; Overman, 1990). Es en ese momento cuando se presenta típicamente, ante los padres, la evidencia de que algo importante está sucediendo en el desarrollo de sus hijos. En los últimos meses del segundo año, es frecuente que los niños autistas «se alejen” rápidamente de las relaciones, expresen con claridad su dificultad para desarrollar las capacidades de lenguaje, simbolización, ficción e intersubjetividad compleja que desarrollan los niños normales en ese momento. En muchos casos, resulta evidente la imposición de un patrón de sordera aparente y de silencio expresivo en el niño. También de falta de respuesta al contacto ocular y de iniciativa de contacto. Por su parte, muchos niños con retraso y rasgos auti stas, que ya presentaban desde antes anomalías evidentes en sus pautas sociales, las demuestran aún con más claridad en el segundo semestre del segundo año.
Para cuando llegan los 18 meses, el cuadro de autismo ya puede ser muy evidente en una serie de indicadores. En su importante estudio sobre los marcadores psicológicos que permiten detectar el autismo en niños de 18 meses, Baron-Cohen et al. (1997) señalaron tres indicadores clave, que aparecen en el CHAT, un instrumento de detección precoz del autis mo en contextos de «screening”. Los tres indicadores son la ausencia de gestos comunicativos de carácter protodeclarativo, la falta de miradas de atención conjunta y la carencia de juego de ficción. En cualquier caso, los niños de 18 meses ya pueden presentar con claridad el conjunto de alteraciones que se presentan en el cuadro 2, que puede emplearse como instrumento útil para el diagnóstico diferencial de niños con sospechas de autismo, entre los 18 meses y los 3-4 años.
Como podrá comprobar el lector, los ítems que se incluyen en el cuadro 1 pueden agruparse en varias características generales, que definen a grandes rasgos las alteraciones patognomónicas y universales en los niños pequeños con autismo. Estas alteraciones con las siguientes: (1) elevación clara de los umbrales de atención y respuesta a estímulos sensoriales y lingüísticos, (2) limitación importante de las pautas de acción, atención y referencia conjunta, (3) falta de empleo comunicativo y «cómplice” de la mirada para regular situaciones de interacción, (4) ausencia de pautas de comunicación con función ostensiva o de compartir experiencia, (5) ausencia de mecanismos de «suspensión semiótica”, (6) ausencia de pautas de ficción y metarrepresentación, (7) núcleo disfásico receptivo, que pu ede ser paradójicamente «selectivo” en la comprensión del lenguaje, (8) presencia de pautas repetitivas, (9) oposición a cambios ambientales, (10) propensión a ignorar a los iguales, (11) limitación o carencia de iniciativas de relación, y (12) lenguaje expresivo ausente o funcionalmente muy limitado.
¿Es posible que los síntomas, ya característicos del trastorno autista de Kanner y típicos del comienzo de la fase locutiva (18 a 36 meses) aparezcan sin alguna clase de precursores previos? El trastorno autista clásico de Kanner se presenta, característicamente, de forma muy insi diosa, pero muy espectacular. Las carencias que presentan los niños son impresionantes, y se hacen evidentes en pocos meses. Como sugiere el cuadro 2, se observan, generalmente desde la segunda mitad del segundo año de vida, “ausencias importantes”, al menos en veinticinco capacidades funcionales, que se sintetizan en el cuadro 3, que pueden tomarse como una escala de las funciones más afectadas en los niños pequeños con autismo. Las puntuaciones muy bajas en esa escala (cuyos ítems están planteados en términos positivos) pueden tomarse como indicadores significativos en el proceso de diagnóstico diferencial en esas edades del comienzo de la fase locutiva; edades en que el diagnóstico diferencial en esas edades del comienzo de la fase locutiva; edades en que el diagnóstico es a la vez más importante y más difícil (sobre todo en las edades más cercanas a los 18 meses). En efecto: es frecuente que cuadros de definición muy imprecisa aún hacia los dieciocho meses de edad alcancen una definición muy nítida en las edades comprendidas entre los 30 y los 42 meses, en las que el trastorno autista frecuentemente se manifiesta de una forma crítica y mucho más clara y contundente.
Los indicadores que se presentan en los cuadros 2 y 3 deben situarse en un «continuo” diacrónico de alteraciones que pueden manifestarse en los cuadros de autismo en diferentes fases del desarrollo humano. No se producen de forma súbita y agenética, sino en el marco de ese continuo. Gillberg y Peeters (1995) han desarrollado un cuadro muy competo de las anomalías más frecuentes que se observan en las historias de los niños con
autismo entre los 6 y los 60 meses, poniéndolas en relación con diferentes momentos del desarrollo del lenguaje y la comunicación, la interacción social y la imaginación en la ontogénesis de los niños normales. En el cuadro 4, se presenta una síntesis adaptada del cuadro desarrollado por estos investigadores para el lenguaje y la comunicación. Nos ofrece la imagen de un desarrollo «impedido” que se caracteriza por ser improductivo, rígido, poco expresivo, asemántico e idiosincrático.
Las imágenes intuitivas que nos producen las observaciones del cuadro 4 son las de una estructura de «embudo”, en que progresivamente se agranda la diferencia entre el muy rápido y productivo desarrollo normal en la fase locutiva y el desarrollo del autismo. Esta misma imagen se produce cuando se observan las diferencias en dimensiones tales como la interacción social y la imaginación, para cuya valoración remitimos al lector al excelente texto de Gillberg y Coleman (1995), del que hemos tomado en préstamo el cuadro 4.
Y es que, a medida que los niños normales penetran en la fascinante etapa en que construyen las que Vygotsky llamaba «funciones superiores rudimentarias”, tales como el lenguaje, las competencias de ficción en el juego, las habilidades y destrezas simbólicas y las competencias intersubjetivas de alto nivel, se alejan de un cuadro que obviamente debe entenderse como un trastorno específico de los procesos de desarrollo neurobiológico y psicológico por los que se constituyen las funciones de relación y simbolización propias de las fases ilocutiva y locutiva. En muchas ocasiones, el autismo ofrece la impresión de ser la larga sombra de una altera ción de los procesos de ontogénesis de capacidades humanas que se desarrollan de forma crítica entre los ocho o nueve meses y los cinco años.
¿Cuáles son las «anomalías precursoras”, es decir, las que se encuentran al comienzo de ese embudo al que hacíamos referencia? En el cuadro 5, se mencionan algunas anomalías, señaladas por diferentes investigadores, y que se han señalado en las historias de niños con autismo, pero que son mucho más frecuentes aún (como ya hemos visto) en las narraciones de los padres de niños con retraso del desarrollo y espectro autista.
En algunos niños autistas, pueden reconocerse retrospectivamente alteraciones en los «precursores socioafectivos” que se mencionan en el cuadro 5. Pero en otros muchos, el niño parece perder capacidades de relación intersubjetiva, expresividad facial, relación preverbal que había tenido antes. Y esta observación suscita una idea importante, sin la cua l probablemente no podríamos comprender el autismo ni otros TGD. La idea de que el desarrollo es un proceso dinámico, en que funciones psicológicas importantes se incorporan a sistemas funcionales diversos a lo largo del desarrollo, y se pierden cuando no puede realizarse esa incorporación. La reflexión sobre el autismo es siempre, en el fondo, una reflexión sobre el desarrollo humano, ese proceso formidable que se ve dramáticamente alterado en el niño pequeño con autismo.
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