Desentrañando el enigma: hipótesis explicativas formuladas en torno al autismo

Tradicionalmente suelen diferenciarse dos grupos según los factores a inves­tigar, distinguiéndose dentro del primero los que estudian factores genéticos, cromosómicos y variables neurobiológicas; mientras que dentro del segundo se hallan las que rastrean los ingredientes afectivos, cognitivos y sociales subyacentes al comportamiento autista. Lo importante, en todo caso, será conocer con la mayor exactitud posible si los déficits ocasionados en el sujeto le impedirán alcanzar el desarrollo normal del sistema neurológico en un periodo crítico (7).

En cuanto a los factores genéticos, existen hallazgos que apuntan a la pre­sencia de diversas anomalías en el cariotipo de algunos autistas, en quienes se han detectado alteraciones en gran parte de los pares cromosómicos, con excepción de los pares 7, 14, 19 y 20. Asimismo, y aunque ya fue referida por H. A. Lubs en 1969, sin que sus resultados hasta la fecha sean definitivos, se manifiesta en algu­nos cuadros autistas el llamado síndrome X-frágil, según el cual hay una ausencia de sustancia en el extremo distal del brazo largo del cromosoma X que afecta a ambas cromátides. Otras investigaciones constatan la mayor incidencia del tras­torno autista al comparar la frecuencia de éste entre hermanos y gemelos monoci- góticos respecto a la población general (8).

Parece ser también el virus de la rubéola el proceso infeccioso que más se ha detectado en casos de autismo, habiéndose también descrito otros asociados a infecciones intrauterinas y posnatales originadas por distintos virus (citomegalo- virus, sífilis, herpes simple, etc.). De ello algunos expertos han inferido la posibi­lidad de una alteración en el sistema inmunológico de los niños autistas, causada previsiblemente por los linfocitos T, que, al presentar defectos genéticos, reduci­rían la resistencia del feto a los ataques víricos. Junto a la mayor susceptibilidad del feto a la viriasis se ha formulado también -como origen del déficit inmunita- rio- la exposición del feto al virus en una etapa muy temprana de la diferenciación inmunológica, conjeturando algunos que el autismo infantil pudiera ser en reali­dad un trastorno autoinmune.

Dentro de las alteraciones metabólicas, por el contrario, la que ha encontra­do mayor respaldo empírico es la producida por la fenilcetonuria, cuya asociación con el autismo refirió ya Friedman en 1969, en cuya muestra había un 92% de casos con tal disfunción metabólica.

Asimismo se ha evidenciado hiperserotoninemia en cuadros de autismo como en diversos trastornos sin tal sintomatología asociada, de tal suerte que, aun consiguiendo una disminución del nivel de 5-HT plasmático no se ha corroborado una mejoría de la conducta autista. Con todo, lo que resulta incuestionable es el papel determinante que la alteración de la 5-HT ejerce en la producción de los tras­tornos del desarrollo, al participar entre otras tareas en la neurogénesis de los pri­meros meses de vida embrionaria (41). Otra hipótesis postula que el autismo sería el resultado de un fallo en el metabolismo de una de las aminas biógenas, lo que, dada la inconsistencia de los hallazgos obtenidos, resulta insostenible. De igual forma se ha hipotetizado sobre el posible efecto alucinógeno de las aminas biógenas, desde que se han hallado concentraciones de bufotenina en la orina de niños autistas, aunque se ignora si la citada sustancia se gesta en el cerebro o en algún otro tejido corporal. Asimismo han sido cuestionados los procedimientos de satu­ración, al no haberse observado cambios significativos en los patrones conductua- les de los autistas tras administrarles durante un tiempo una amina biógena pre­cursora capaz de precipitar los efectos alucinógenos (42).

Otras críticas a los estudios neurobiológicos aluden a la necesidad de investi­gar con grupos homogéneos, al participar de forma desigual en ellos tanto autistas como otros sujetos etiquetados como psicóticos, esquizofrénicos, hospitalizados y retrasados medios y severos. Más aún, dentro de la categoría de autismo conviven en ocasiones diversos subgrupos que pueden tener diferentes etiologías (43; 44), por lo que se ha sugerido la necesidad de establecer una posible jerarquía de aque­llas, comenzando para ello por los casos relativamente raros de trastorno autista realmente heredado, y siguiendo con los más comunes de autismo genéticamente inducido (vinculados con un daño intrauterino muy temprano); finalizando tal lis­tado con un número significativo de casos en donde un daño perinatal o tal vez pos­natal ha replicado el defecto genético aludido en los dos grupos anteriores (45).

En cuanto a hipótesis neurológicas, puede referirse la teoría de la disfunción del sistema dopaminérgico formulada por A. R. Damasio y R. G. Maurer en 1978 (7), como la disfunción cortical primaria como factor causante del autismo y la dis­función cerebral primaria del tronco cerebral como variable etiopatogénica. Asimismo, no hay pruebas concluyentes de que los niños autistas estén crónica­mente en un estado de infra o hiperactivación, ni que el SAR (sistema activador reticular) esté implicado en el autismo, pues es posible que un estado de activación anormal sea secundario a otro factor tal como la estimulación ambiental (46; 15; 47). Casi diez años después, Sahley y Panksepp postularon que el aislamiento autis- ta estaría relacionado con un exceso de péptidos, sustancias similares al opio pro­ducidas de forma endógena por el cerebro y generadoras de efectos placenteros, cuya liberación por ejemplo acontece en un niño cuando su madre le brinda aten­ción y mimo, lo que no sucedería en el menor autista, que sin necesidad de involu­crarse en tal relación con su figura materna ya libera en exceso tal opiáceo endó­geno. Estudios rigurosos igualmente corroboran que tras la administración de una sustancia que bloquea los efectos de esos opiáceos naturales se mejoran en algunos casos los síntomas autistas, disminuyendo notablemente las autoagresiones (16).

Más recientemente se ha formulado también que una disfunción en el siste­ma de neuronas espejo (SNE), halladas en el cortex premotor ventral -pares oper- cularis en el giro frontal inferior (área 44 de Brodmann)- y en el sector rostral del lóbulo parietal inferior, cuya activación tiene lugar al observar las conductas de otros o la ejecución de las propias, podría ser la causante de los déficits sociales presentes en el autismo, y por extensión de la inadecuación o falta de respuesta emocional a las distintas exigencias sociales, dada la posible mediación del antes referido SNE, junto al sistema límbico, en la observación, imitación y comprensión de las expresiones y estados emocionales de otros sujetos realizadas por autistas (48). Y es que, de inhibirse tal SNE resultaría imposible para un individuo captar el significado subjetivo que confiere a la emoción percibida en otro, mostrándose también incapaz de imitar los ingredientes conductuales vinculados a tal estado emocional (49). Con todo, a pesar de las diferentes hipótesis planteadas, es razo­nable pensar, en línea con planteamientos ya antes expresados, que lo que real­mente subyaga bajo el trastorno autista sea una constelación de diversas causas etiopatogénicas, de ahí la complejidad de su abordaje y el amplio abanico de dis­tintos subtipos de autismo que pueden encontrarse.

En lo que a hipótesis psicológicas explicativas se refiere, desde las primitivas formulaciones culpabilizadoras de Kanner (3), para quien el trastorno autista era el resultado de una interacción fallida y emocionalmente fría de los progenitores con sus vástagos, que posteriormente modificó, concibiéndolo como un fenómeno bio- social en donde predisposiciones constitucionales interactúan adversamente con condiciones sociales (50) o bien eran la expresión corporeizada en el sujeto autista de una marcada predisposición familiar al aislamiento social (51), se ha girado, al igual que en la psicología académica, hacia planteamientos centrados en los aspec­tos cognitivos que intervienen y gobiernan nuestro psiquismo, en detrimento de los ingredientes afectivos, que parecen haber sido relegados a un segundo plano, pri­mando las aportaciones de los modelos cognitivos sobre el resto de las demás. Esto no ha impedido, sin embargo, que la pretérita teoría socioafectiva postulada por Kanner (3) haya sido replanteada por Hobson (52; 53; 54; 55), al igual que la teo­ría cognitiva clásica, que ha pasado a denominarse teoría cognitivo-afectiva del autismo. Conjugando ambas perspectivas, Riviere (56) se ha servido de la noción de intersubjetividad secundaria, dentro de la que incluye tanto un componente afectivo (la motivación de compartir afectivamente experiencias) como un compo­nente cognitivo (al concebir al autista como sujeto de experiencia).

De forma sintética, lo que sostiene la teoría de Hobson (57) es la falta de componentes constitucionales en los autistas para interactuar emocionalmente con otras personas, lo que les impide configurar un mundo propio y común, así como ser incapaces de reconocer que los otros poseen sus propios pensamientos, senti­mientos, etc. Es decir, carecen de la capacidad de abstraer, sentir y pensar simbó­licamente. En línea con esto último, la teoría cognitiva clásica postula que los pro­blemas sociales y de comunicación presentes en el autismo podrían estar causados por una alteración de la capacidad metarrepresentacional o uso de representacio­nes de segundo orden, que al faltar en los sujetos autistas haría que éstos mani­festaran dificultades en comunicación preverbal (atención conjunta y actos proto- declarativos), juego simbólico, habilidades pragmáticas del lenguaje, empatía y otros aspectos del funcionamiento social (58; 59; 60). Es cierto, no obstante, que existen igualmente habilidades/destrezas que no implican metarrepresentaciones, como son las comunicativas prelingüísticas o las habilidades para evaluar el sig­nificado de las expresiones afectivas, que también están alteradas, siendo por tanto posible que haya mecanismos diferentes al antes señalado metarrepresentacional alterados previamente (21).

Por su parte, la hipótesis cognitivo-afectiva argumenta el carácter primario del déficit afectivo como de su homólogo cognitivo, a los que atribuye las difi­cultades encontradas al percibir y tomar consciencia de los estados mentales y emocionales de otras personas. Entre las críticas que ha recibido la teoría cogniti- vo-afectiva figura la de que los autistas son incapaces de percibir contingencias, lo que implicaría que tales sujetos son difíciles de condicionar, algo que numero­sas investigaciones refutan. En su defensa, quienes apuestan por la citada teoría descartaron más tarde la hipótesis del procesamiento de contingencias, haciendo responsable de los fallos detectados en la atención gestual conjunta a un déficit en la regulación de la activación, el cual alteraría la comprensión del valor del afec­to como señal, repercutiendo en la comprensión de los estados mentales y afecti­vos de otros (61).

Ante tal diversidad de hipótesis psicológicas, en las últimas décadas la inves­tigación se ha desviado hacia la búsqueda de una sola alteración esencial capaz de explicar adecuadamente el amplio conjunto de anomalías y desfases evolutivos que, a nivel intrasujeto como intersujeto, manifiestan los autistas, línea de trabajo cuya idoneidad o no en último término serán los propios datos empíricos la que la determine. Por el contrario, al ser en la actualidad todo tratamiento del autismo de carácter sintomático, dada la imposibilidad de intervenir directamente sobre el curso etiopatogénico que genera el síndrome, y a que se ignoran las intervencio­nes eficaces, aun admitiendo ciertos principios generales muy abstractos, todo tra­tamiento ha de ser extremadamente individualizado e integrado (56).

Evaluación e intervención en el autismo: niños, familia y cuidadores importan

Evaluar el autismo hasta mediados de los años ochenta del pasado siglo reque­ría una evaluación conductual previa a la exploración cognitiva del sujeto, dada la gran dificultad que el uso de pruebas estandarizadas de inteligencia conllevaba en tal población clínica (62), lo que forzó a investigadores y clínicos a agudizar el ingenio y plantear procedimientos de evaluación alternativos a los hasta entonces existentes. Fruto de tal esfuerzo intelectual surgieron dos tipos de escalas conduc- tuales específicas para explorar el autismo, unas con fines diagnósticos como la Diagnostic Checklist for Behavior Disturbed Children y el British Working Party Diagnostic System, y otras con objetivos principalmente descriptivos, como eran la Behavior Evaluation Scale (BES), la Adaptative Behavior Scale y la Vineland Social Maturity Scale. Ha de indicarse, sin embargo, que tales escalas diagnósticas resultan de más utilidad si están acompañadas de otras pruebas que evalúen el com­portamiento adaptativo o el nivel/perfil psicoeducacional. En lo que concierne a las escalas descriptivas, pueden proporcionarnos información muy relevante de los déficits conductuales y nivel de funcionamiento del sujeto (30).

En cuanto a nuestro país, fruto del trabajo de la Asociación de padres de niños autistas de Guipúzcoa (GAUTENA), puede consultarse la adaptación de la primera versión de la Childhood Autism Rating Scale (1980) (CARS), de la que en 1988 surgió otra versión mejorada, paliando así la escasa precisión en la formula­ción de sus ítems (63), estando también disponible la Autism Behaviour Checklist (ABC), que forma parte del Autism Screening Instrument for Educational Planning (ASIEP), de enorme utilidad para profesionales y profesores de educa­ción especial, al igual que el Test de Evaluación del Desarrollo Preescolar y Especial (TEDEPE). Muy extendidos también en la praxis clínica y educativa es la Autism Diagnostic Interview Revised (ADI-R) (64), como los cuestionarios retrospectivos aplicados a padres tal como la Lista de Diagnóstico del Autismo (1988) (LDA), mientras que para el diagnóstico precoz se han elaborado cuestio­narios como el Checklist for Autism in Toddlers (CHAT) (21).

Vinculado a ello está el desacuerdo manifiesto que presentan investigadores y clínicos respecto a la prevalencia del autismo, al juzgar que la supervisión exclusi­va de los sujetos institucionalizados no es el sistema más idóneo para saber qué por­centaje de población se siente aquejada por este trastorno generalizado del desa­rrollo, al conocerse casos de autistas que están fuera de tales registros oficiales.

Respecto a la intervención, conviene referir las prometedoras expectativas que en la última década del siglo XX suscitó la comunicación facilitada, mediante la cual aparentemente se incrementaba la producción lingüística autística, aunque no de forma espontánea, sino (como evidencian distintos estudios serios por la acción del facilitador), que, a través de una orientación sutil de la muñeca, el brazo o el hombro cuando el dedo del niño autista estaba sobre el teclado, era quien realmen­te indirecta pero absolutamente inconsciente generaba el mensaje (7).

Precisamente, además del programa de comunicación total, para la enseñan­za de destrezas comunicativas y el despliegue de lenguaje espontáneo de niños autistas en diferentes contextos naturales se halla el método TEACCH (Teaching Spontaneous Communication to Autistic and Developmentally Handicapped Children), mediante el cual, sirviéndose del lenguaje verbal como de modalidades no orales, se ofrece una guía de objetivos y actividades, más que propiamente una programación, en la que aparecen sugerencias acerca de cómo evaluarlas y pro­gramarlas, distinguiendo cinco dimensiones en los actos comunicativos: la función, el contexto, las categorías semánticas, la estructura y la modalidad, que ade­más de servir para programar los objetivos de desarrollo comunicativo en cada una de ellas, son claves importantes en el proceso de enseñanza/aprendizaje (16).

Para reducir las estereotipias, apoyándose en estudios empíricos realizados con mamíferos no humanos, donde se evidenciaba el decremento de aquellas indu­cidas por apomorfina o anfetaminas usando neurolépticos (como el haloperidol, tioridazina -meleril-, clorpromacina -largactil- y Risperdal, cuyos efectos secun­darios son menores) se corroboró la eficacia psicoterapéutica de tales medi­camentos en algunos sujetos y etapas, siempre y cuando las dosis fueran revisadas y la medicación se retirara tan pronto como fuera posible, evitando así efectos secundarios indeseables. Asimismo se ha utilizado fenfluoramina en autistas con elevados niveles de serotonina en sangre y pautas marcadas de hiperactividad y conductas estereotipadas, cuestionándose su eficacia real a medio y largo plazo. Desde la terapia conductual, los éxitos alcanzados han sido también discretos, incluyendo el arsenal terapéutico usando técnicas como el reforzamiento diferen­cial de conductas alternativas, la extinción sensorial de las consecuencias autoes- timulatorias, la sobrecorrección y el castigo contingente de las conductas estereo­tipadas, cuyo uso ha sido criticado por su escasa eficacia, efectos indeseables e implicaciones éticas derivadas durante y después de su aplicación.

De tales resultados algunos han postulado que, al igual que sucede con los indi­viduos normales, que manifiestan una relación directa entre las estereotipias y la falta de alternativas funcionales o de estímulos significativos en el medio, se les oferte a los autistas diferentes alternativas funcionales de actividad, merced a las cuales sus vidas adquieran el mayor sentido, posibilitándoles también acciones anti- cipatorias que incrementen su atención y motivación para realizar conductas fun­cionales, siendo entonces capaces de desarrollar competencias e instrumentos de comunicación. Junto al descenso en la probabilidad, frecuencia, intensidad y dura­ción de las estereotipias, ello ha influido en las estrategias actuales de tratamiento, que han pasado desde la extinción de tales conductas juzgadas negativas y de carác­ter autoestimulatorio, presentes por así decir en un individuo depravado, a la cons­trucción de conductas positivas y funcionales capaces de producir desarrollo (56).

Otro escollo diario al que se enfrentan quienes conviven y cuidan al autista es la rutina comportamental y ambiental que necesita, caracterizada por la rigidez, fija­ción obsesiva y fuerte resistencia al cambio, frente a la que, dada su imposible eli­minación, se ha optado por reducir hasta donde sea posible, usándose como criterio el grado con que interfiere en las posibilidades de relación y aprendizaje de aquél.

En cuanto a las medidas implementadas para tratar la conducta autolesiva, en modo alguno privativa del autismo, están el uso de medicamentos, la contención física y el afecto tranquilizador, cuya eficacia psicoterapéutica se ha demostrado inferior a la alcanzada usando técnicas operantes como la extinción y el castigo (30). Y es que, extendiendo el uso de tales técnicas al entorno familiar, a través del adecuado entrenamiento a padres y otras figuras de apego, que así aliviaban su posible culpa y adoptaban una posición activa ante la condición autista de su hijo, se producía un cambio significativo en el abordaje y tratamiento, que de esta forma dejaba de estar circunscrito al ámbito clínico, para hacer copartícipes de él a otros, especialmente a los padres, cuya pretérita imagen negativa de causantes del autismo se desdibujaba, consolidándose progresivamente otra que los percibía como agentes facilitadores de cambios positivos en el niño y en la dinámica fami­liar, aunque sujetos como cualquier otro hogar a los vaivenes emocionales propios de todo grupo humano. Asimismo, más que instruir a los progenitores en determi­nadas técnicas, la experiencia clínica muestra que es más útil ayudarles a solven­tar problemas de la vida cotidiana, siendo para ello un elemento clave conocer con la mayor precisión posible el nivel actual y potencial de destrezas cognitivas del menor autista, para que así los objetivos y metas terapéuticos establecidos resul­ten adecuados y realistas (65).

Alcanzar tales logros precisa que padres, profesores y terapeutas implicados coordinen sus distintas parcelas de influencia y trabajo, dadas las grandes dificul­tades que los niños autistas manifiestan para comprender realmente lo que apren­den y para generalizar lo aprendido a otros contextos diferentes de aquel donde originariamente se produjo tal aprendizaje. Por ello se exige que el proceso de enseñanza-aprendizaje del autista tenga lugar dentro de un marco sistemático y estructurado de normas y pautas de conducta, cuyo diseño final vendrá determi­nado en función de la singularidad y necesidades requeridas por su perceptor.

Lo mismo puede decirse de su futura integración laboral, en donde exhibirá un mejor desempeño laboral en trabajos que requieran buenas habilidades visomotoras, destreza motora fina o razonamiento no verbal, por lo que resultará muy conveniente que antes de ello reciban una enseñanza vocacional, basada en tareas reales y no hipotéticas (por ejemplo ensamblar piezas de hierro y no de un puzzle) llevadas a cabo en su puesto de trabajo, para así inferir las posibilidades futuras del sujeto, como el grado de estructuración exigido para la actividad y las modificaciones o adaptaciones necesarias para realizar las tareas encomendadas. De igual forma, el personal especializado y responsable del autista en el entorno laboral debe observar los problemas de conducta y falta de habilidades sociales que pueda manifestar, al recaer en ambos y no en la ausencia de competencia laboral la potencial pérdida de empleo, siendo también útil generalizar a los autistas lo aprendido en los programas de habilidades sociales creados para retrasados mentales adultos en entornos de tra­bajo, debiendo asimismo valorarse las características personales que el contratante juzgue más relevantes para el puesto laboral a cubrir.

Todo ello, como es fácil comprender, está orientado a que el autista conso­lide su ocupación laboral, pareciendo entonces solaparse las diferencias entre los servicios dedicados a la adaptación laboral de los encauzados hacia el apoyo en la comunidad, dentro de la cual el autista, según su nivel de afectación y grado de autonomía, podrá vivir junto a su familia biológica, adoptiva o en residencias pequeñas (apartamentos o casas unifamiliares) lo más integrado y normalizado posible, alentándole para ello al máximo la participación en actividades y situa­ciones cotidianas. Complementando esto, debe llevarse a cabo una planificada supervisión a corto, medio y largo plazo, en la que puede ser imprescindible contar con profesionales cualificados que evalúen los logros y objetivos conse­guidos (21).

Reflexiones finales

De todo lo expresado cabe inferir que, dada la falta de marcadores biológi­cos claros en el autismo, sólo puede definirse éste como un trastorno muy hetero­géneo, lo que dificulta además del diagnóstico, la genuina y profunda compren­sión de la condición autista y de los procesos psicológicos alterados de base (66), por lo que aún es absolutamente acertado lo que en 1993 ya expresó Riviere al decir que «el autismo es provisionalmente incurado, pero no definitivamente incu­rable» (67), dada la mejora en la calidad de vida que han experimentado las per­sonas con autismo. Asimismo en la búsqueda de otras respuestas se profundiza en líneas de investigación como la de las neuronas espejo, añadiéndose así nuevas piezas al rompecabezas que es el trastorno autista. Esto, sin embargo, no debe hacernos bajar la guardia, como tampoco concebir falsas esperanzas, sino sólo continuar investigando con similar entusiasmo, de forma multidisciplinar, alla­nando así el angosto y tortuoso camino que aún debe recorrerse en la compren­sión, explicación profunda y tratamiento del enigma llamado autismo.